Ramiro era mi masajista desde hacía ya cuatro años. Siempre conversabamos mucho, aunque pocas veces logramos el nivel de conexión de aquella tarde.
Supo hacerme las preguntas justas y guardó silencio cuando correspondía. Parecía intuir todo sobre mí. Y me incentivó poco a poco a hablar de temas íntimos. Enseguida estuvimos hablando de sexo sin tapujos y sus manos en mi cuerpo comenzaban a tener un sentido más que relajante.
Yo estaba recostada en la camilla, boca abajo, los brazos al costado y con una toalla reposando entre mi cintura y el comienzo de mis piernas. Tenía los ojos cerrados y me había abandonado al contacto de sus manos llenas de crema resbalando por mi espalda.
— Hace tiempo que tienen problemas con tu novio… Entiendo que te cele: sos una mujer hermosa. Tendrían que hacer algo para estar mejor, ¿no?
Yo no respondía con mi voz, sino con suaves movimientos de mi cuerpo. ¡Estaba tan relajada que no quería levantar mi cabeza ni pronunciar palabras! Sólo escuchaba. Mi cuerpo dijo “sí”.
Bajó por mi brazo derecho lentamente, masajeándolo. Al llegar a mi muñeca saltó a la rodilla y fue hasta mis pies. Empezó a subir desde los gemelos hasta las ingles transmitiendo calor y fuerza. Friccionaba enérgicamente una pierna mientras pasaba el dorso de su mano por la otra, con una suavidad que me erizaba la piel y minimizaba el dolor de la fuerte presión muscular.
—Él tendría que aprender a realizar masajes. La relajación es la puerta de entrada a la pasión.Sus palabras rebotaron en el pequeño consultorio y en la oscuridad del cielo estrellado que era lo único que yo veía. Sus dos manos se concentraron en mi pierna derecha. Avanzaban en movimientos circulares. Bajaban hasta la rodilla y subían nuevamente, cada vez más alto. Cuando sin querer se encontró con la toalla el contacto desapareció y volví a sentirlo en mis hombros. Se desplazó por mi espalda y mi cintura dibujando figuras como un patinador sobre el hielo. Luego de unos minutos sus dedos caminaron en la piel y fueron hacia las piernas empujando a su paso parte de la toalla.
—Tu piel es magnética, Raquel. Guía mis manos al recorrido que tu cuerpo pide.
La voz grave transitaba mi cuerpo y llegaba a mis oídos haciendo vibrar los lugares por donde pasaba.
Los movimientos del masaje se habían vuelto frenéticos y recorrían con velocidad mis piernas, mis muslos y por momentos subían hasta mi cintura. Una suave ráfaga de aire fresco alivió momentáneamente el calor. Segundos después me di cuenta de que la brisa la había generado la toalla cayendo al piso.
—No abras los ojos. Concéntrate sólo en disfrutar.
Se alejó un momento y volvió a mi cuerpo con caricias. Como si tuviera un mapa de mis sensaciones recorrió cada fragmento de mi piel. Yo sólo era un ente dispuesto al placer: me estremecía, estiraba las piernas y arqueaba la espalda. Las manos, en ese momento más frías —o al menos así las sentía— recorrían mi cuello, mi espalda, las piernas y la línea de mi cola, donde supo estar la toalla.
Tuve temor de lo que pudiera pasar, pero no quería que se detuviera, estaba disfrutando mucho. Estremecida levanté mi pelvis y al apoyarla nuevamente en la camilla su mano encontró mi sexo. Ya no había vuelta atrás. Podía sentir sus dedos rozándome y mi humedad lubricándolos. Descubrió cada lugar de mi entrepierna con el mismo nivel de detalle que anteriormente tuvo con mi cuerpo. Mis manos se abrían y se cerraban guardándose la diminuta sábana que cubría la camilla. Cuando sus dedos comenzaron a acariciarme por dentro mordí con fuerza la tela. Mi cuerpo respondía como un eco, obediente a sus exploraciones.
Después de que empezó a sonar la música sus manos se alejaron de mí por un segundo que fue una eternidad. Luego, con la facilidad con que se moldea la arcilla húmeda, arrastró mi cuerpo hacia el suyo y separó mis piernas. Apoyó una mano en mi espalda y acercó su cuerpo al mío. Con un permiso que dio mi cuerpo pero no mis ojos, él entró en mí. Me guió en un baile muy rítmico que tuvo el vaivén de las olas y la intensidad de la tormenta. Junto a mi respiración agitada se escaparon algunos gritos ahogados que supieron esquivar la tela e integrarse al aire del consultorio.
Cuando el quejido de mi placer se hizo más audible que la música y mi mundo estrellado se pintaba de colores, todo se detuvo. Mientras con su mano aún sostenía mi pierna sentí unas gotas frías cayendo en mi espalda. Decepcionada abrí los ojos y la confusión me sacó del trance inmediatamente: Ramiro, con su delantal blanco, estaba parado junto al equipo de música observando todo. Giré mi cabeza y me incorporé en la camilla asustada. Quién estaba detrás mío era Agustín, mi novio. Su rostro estaba fruncido y lleno de lágrimas. De un salto me levanté y fui al cambiador gritando con bronca:
—¡Hijos de puta!
Mientras me vestía escuchaba su diálogo entre murmullos:
—Boludo, ahora se enojó conmigo y yo no hice nada.
—¿Pero viste? —los sollozos entrecortaban las palabras
— ¡Yo tenía razón! ¡Si vos seguías la tenías! ¡Es una turra!
Ya vestida, me acerqué hacia ellos, que estaban contra la pared. Me agaché, apoyé cada mano en una de sus piernas y fui subiendo lentamente. Recorrí la cintura de ambos y luego crucé los brazos haciendo que mis manos acaricien sus erecciones. Volví a cruzarlas deteniéndome en su zona erógena a punto de explotar. La caricia bajaba y y subía. Cuando en cada mano sentí el peso del escroto apreté con fuerza clavando además mis uñas. Quedaron agachados, tocándose y balbuceando. Apagué sus quejidos y la música melosa al cerrar tras de mí la puerta del consultorio.
WALTER PASCUAL
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T.I.T. fotos
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