Me contaron que Olimpio, hombre de placeres controlados, colocaba a las mujeres en un altar, idealizándolas y que alguna que otra vez frecuentaba a ciertas putas de quienes era cliente favorito porque en diez minutos resolvía el servicio, pagaba y se iba. Las mujeres eran, para él, de dos clases: las buenas y las malas. De las malas se servía, y tenía una novia de las buenas, Florinda, con la que estaba por casarse desde hacía veinte años. Decía de ella que sería la madre de sus hijos, que se merecía una estatua, un altar, y le llenaba los brazos de rosas blancas porque - decía él - ella era toda pureza. Mientras tanto, ella se preguntaba cómo haría para tener hijos con un novio que siempre postergaba la boda. Mujer fogosa, decidió tener amigos por su lado, pero un extraño modo de amor, la llevaba a mantener esa relación que se eternizaba para desesperación de las familias de ambos. Florinda necesitaba imaginar a Olimpio apasionado, volcánico e incontenible, y hasta lo soñaba de ese modo cuando se veía con alguno de sus amantes.
Lo observaba luego deseando encontrar en él ese desconocido que le quitaba el sueño. Ese fin de semana él festejaría su cumpleaños en la casa de ella, y ambas familias se pusieron de acuerdo para abandonar la fiesta temprano con cualquier excusa, con el fin de dejar solos a los novios. Y me contaron que Florinda le dijo a él que quería hacerle un regalo especial. Sin darle tiempo a pensar, se apresuró a desvestirlo, y comenzó besándolo en los labios y las orejas, en el cuello y los hombros, mientras lo acariciaba subiendo y bajando por él, lo desnudó totalmente para continuar luego descendiendo hasta llegar al sitio que a ella le interesaba. El no pudo resistirse y se entregó, y ella supo hacer bien su trabajo. Miraba Olimpio desde arriba cómo a ella la boca se le estiraba y deformaba. Se sorprendió adorando esa boca que no veía sino por fugaces instantes en que los cabellos enrulados se movían obedeciendo al trabajo prolijo de la cabeza. Se mezclaban los pelos café de ella con las negras y apretadas motas, breves y electrizadas de él, que de pronto lamentó que el espejo estuviera demasiado lejos. Supo Florinda producir un complemento de delicados pellizcos suaves, con caricias de las yemas de los dedos separando pliegues. Sus manos buscaban insaciables recorriendo con la punta del dedo índice una línea sabiamente estudiada, mientras él aprendía que estaba siendo sometido a un proceso que no debía apresurar, cayendo en el éxtasis de la pasión nunca antes sentida. Por debajo, siguieron el camino los dedos hacia atrás y volvieron repetidas veces, mientras los labios de ella recuperaban su forma normal y volvían a estirarse y deformarse. Un fluir de delicadas aguas untuosas acompañaron al recorrido que seguía su lengua que él vió aparecer y desaparecer entre los rulos café como un coranzoncito rosado que saltaba aquí y allá. Se sintió arquear, los brazos estirados hasta alcanzar el respaldo de un sillón que estaba a sus espaldas, la cabeza como queriendo apoyarse en el respaldo, el cuello desmesuradamente abierto y receptivo, las orejas esperando también, el torso curvado hacia atrás, las axilas desplegadas y hondas, las venas de los brazos más activas cada vez, los pies apoyados con fuerza, los talones firmes, los dedos clavados en la alfombra, las rodillas flexionadas haciendo entre ellas el espacio suficiente para permitir los trabajos que se multiplicaban. Decidió que había que llegar hasta el espejo.
Como un todo único, el conjunto se fue desplazando sin interrumpir la tarea, el sillón, él mismo y ella, caminando como un animal grotesco hasta verse él reflejado de perfil, la cabeza ladeada, la mandíbula colgante y el aire entrando y saliendo como en un gemido, y pudo verla a ella sonriendo y entrecerrando los ojos, como si disfrutara con el placer de él.
La mujer del espejo era una desconocida. ¿Quién era ella? ¿Cómo puede una mujer proporcionar semejante placer? Por fin él, apoyados los brazos hacia atrás en el respaldo del sillón, sintió que la luz entraba por su piel, en su torso convexo, en el cuello, en las piernas.
El trabajo de los dedos se hizo más rápido acompañando el ejercicio de la boca deformada. Se multiplicó en preciosas maniobras, mientras el torso de él se arqueaba aún más convexo, con tensión hacia atrás, las rodillas se adelantaban todavía más haciendo entre ellas el espacio necesario, y las sienes de Olimpio se aceleraron hasta que la luz se fue volviendo rosada y luego roja, como astillas de fuego, como mil ángeles entrando de pronto a alterar toda su sangre, y en un brusco movimiento de sobresalto, de incorporación cóncava, sus manos se desprendieron del respaldo del sillón, se apoderaron de los rulos café, la boca de ella se apartó rápidamente, se recuperó su forma, y fueron los dedos de ella quienes completaron la recepción del fluir incontenible y espasmódico, llevándolo en baño más untuoso que el anterior, mientras él se contraía, y se dejaba caer de rodillas sobre la alfombra, doblado sobre su vientre, dejando que el aire y la luz se fueran apaciguando, en latidos cada vez más suaves, más espaciados, hasta llegar, en un desmayo, al delicado declive del sueño.Y durmió él como nunca lo había hecho. Cuando despertó, vio a su lado sobre la alfombra, durmiendo desnuda, a la desconocida del espejo. Presa de terribles elucubraciones, se preguntó a qué especie pertenecía alguien que era capaz de proporcionar semejantes goces. La observó mientras ella dormía serena, y recordó sus manos subiendo y bajando por él, y recordó la boca de ella y los rulos café reflejados en el espejo, y Olimpio volvió a encenderse, se encendió incontenible, su respiración marcó el ritmo del deseo impostergable, y ya no pensó en otra cosa que tener a esa mujer para siempre, no fuera cosa que alguien le soplara la dama.
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"IRIDE"
Olga Alonso
Es un honor comentar que esta escritora tiene 76 años al momento de escribir este cuento.
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Grudworth, 1930