MARIMAR



Nadie me regalaba ya su aliento.
Se me dormía la piel, tiritaba mi memoria, se me enmohecía la vida y se me estremecía el alma pensando en que esto era todo. La soledad me masticaba.
Antes de permitir que la realidad me deglutiera, quise volver a nadar, antes de petrificarme para siempre.
Sorbí un último coraje, me guardé la eternidad en el bolsillo y salí a caminar.
Llegaron a mí los susurros del mar, su voz pausada, violenta, repetía una y otra vez mi nombre.
Las estrellas me observaban jadeando la historia de mi cuerpo, desayunándome con sal.
La luna, ella fue quien me dijo que él me esperaba.
La arena tibia lamió mis pies, besó los dedos uno a uno hasta esconderlos.
Y ahí estaba él, espiándome.
La bruma humedeció el lienzo que me vestía, se pegó acariciantemente a mi cuerpo.
Él reparó en mis secretos.
La música océano aceleraba nuestro encuentro.
Me senté bajo del viento; mi cabello se hizo eterno.
Él, negro infinito, observó.
Busqué con la mirada en súplica sus ojos claros permeando mi presencia.
Me protegió su aliento
comenzó la danza del ensueño
acarició mi seda, acaricié su cuerpo
conté los músculos de su pecho
¿Sonrió ternura?
Miré su contorno vestido de yodo
El viento ya no se interponía entre nuestros cuerpos.
Su piel humeante clamó por mi, sin otro perfume que mar, yo, olía a tempestad.
Recorrió mis hectáreas con silencios, robó uno a uno mis suspiros, recogió sonidos envolventes y me acarició con noche. Vibré, vibramos. Quitamos timideces y entusiasmamos los sentidos. Acarició al monte y acarició a Venus, mirando a Marte mis pechos turgieron, Plutón despertó su sed y Neptuno ahogó mis culpas. Todo el universo se complotó a nuestro favor.
Besó y besó hasta lo oculto de mi cuerpo
Besé y besé hasta más allá de su ombligo.
Su ojos ahora grises confundidos por el brillo de la luna, su pelo azabache se entremezcló con el cielo. Su calidez con el clima, su sabor con los extremos.
Me devolví la adolescencia, recuperé entusiasmos perdidos. Saboreé hombre entre mis senos, brotó mujer.
Peltre tranquilidad planchó mi piélago.
Serenidad.
Ya no olí a tempestad.
Él había acariciado mi soledad y besado mi impaciencia.

Me absolvió de culpas diciéndome: ”Yo soy solo mar, acá estaré esperando acariciarte, mujer”.
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