Con tres vocales, una ere y una ese, era imposible que no tuviera scrábel, por fuerza tenía que encontrar una palabra de siete letras, había que pensar un poco, nada más, tomarse unos minutos y unos sorbos más de café con leche, cambiar las letras de lugar en el soporte y listo, hecho: “totoras”, siete letras, scrábel, cincuenta puntos de premio, sesenta y cuatro puntos en total.
-¿Ya empezás con los scrábeles vos?- le dijo Ricardo-.
Mejor para mi, ¿no ves que me abrís el triplique zonza?
-¿Qué triplique, qué vas a poner ahí? ¿Totorase del verbo totoral? ¿Totoraza aumentativo de totora?.
Y mientras él pensaba, retorciéndose las pintas del bigote su próxima jugada, ella miró fijamente el tablero para no mirarlo a él y sobre el tablero, sin embargo, volvió a ver su cara y supo cuánto le iba a doler no verlo más, como iba a extrañar el peso de su cuerpo. Tres años perdidos, diría su abuelita: ese mal hombre te hizo perder tres años.
-No se me ocurre nada- dijo Ricardo después de un rato largo-.¡Ah, sí! Pongo “da”. Tres puntos.
-Vos tenés otra de. Te conviene así: “dad” y “vid”, agarrás el duplique y tenés diez, catorce, diecisiete puntos.
-Ya me estuviste mirando las letras.
-Bueno... para ayudarte, ¿no? Si no se hace muy aburrido- dijo Paula. Y aunque sabía que así se terminaba el juego, dijo también en un impulso-: Vos estás con otra.
-Sí- dijo Ricardo, sobresaltado y con alivio-. ¿Cómo sabías?
-“Truncara”, otra vez hago scrábel- y se sentía orgullosa, Paulita, de haber logrado colocar las siete letras teniendo sólo una u y una a, y usando otra vocal del tablero. Orgullosa. Destrozada. Pensaba en una jugada imaginaria, primero hacer scrábel con trozada, agarrando un duplique con los diez puntos de la zeta y tener suerte, después, de conseguir antes que su contrincante las letras necesarias para formar el prefijo des. Poner destrozada triplicando toda la palabra, lo suficiente como para ganarle un partido a un jugador mucho mejor que Ricardo. Pero, aunque anotó los puntos “truncara” ya no tenía sentido seguir jugando.
-Qué se yo. Sabía. Se te nota. Ayer a la noche la viste- dijo al azar-. Pero todavía no te acostaste con ella.
-Qué hija de puta que sos. Sabés todo- dijo Ricardo con admiración-.
Paula no sabía todo, pero se iba enterando. Sentía todos los músculos de su cuerpo repentinamente flojos, débiles, se preguntaba si podría pararse. Prendió un cigarrillo. Sus movimientos le parecían muy lentos, como si estuviera dentro de agua, muy adentro, en el fondo, con todo el peso del océano sobre ella. Tenía frío también. Para escaparse del dolor trató de ubicarse mentalmente en el futuro, un año después; desde la distancia, desde otro hombre, recordaría esta escena con indiferencia.
Pensó en el amor como en un hipopótamo, el trote torpe y destructor de un hipopótamo desbastando sectores de la selva a su paso, indiferente a todo lo que no fuera procurarse alimento, zambullirse en el agua, imbécil y torpe amor.
-Entonces, no vas a querer verme más, ahora. Y ya se terminó todo.
-Sí. Se terminó. – Y aunque no tenía ganas de mirarla, estaba contento, Ricardo, de que la perspicacia de Paula le ahorrara tantas difíciles explicaciones la miró, entonces, con ternura, le acarició la cara.
-Te quiero mucho. Sabés eso, también, ¿no es cierto?
Y eso sí que colmaba, excedía la medida de lo soportable, el afecto de Ricardo, su estimación, su aprecio. Paula pensó en todo lo que él mucho le quitaba al te quiero y supo que no podría vivir con ese cariño a cuestas, que no era así, con una tenue ternura, como deseaba ser recordada.
-Y como igual ya se terminó todo, ahora podemos decirnos la verdad, ¿no?. Ahora me podés contar con quién estabas ese fin de semana en que te fuiste a Mendoza. Siempre tuve esa curiosidad.
-Nada, no pasó nada, me fui a Mendoza, al congreso, como te dije.
-Para qué vas a macanear, si ya no tiene importancia. Si yo sé que estabas con alguien, te pisaste.
-Bueno, estaba en Córdoba, no en Mendoza. Con una de mis primas de Córdoba, ¿te acordás?.
-Y yo estaba con Pancho. Ese fin de semana me acosté con Panchito.
-¿Por qué hiciste eso?- dijo Ricardo, todavía sin creer en lo que estaba escuchando pero ya angustiado, dolorido, con la palidez de quien acaba de recibir un fuerte golpe en la cabeza. Porque a Paula, que lo quería, nunca le habían molestado las infidelidades de Ricardo, todo lo que la preocupaba era que volviera con ella y en cambio a Ricardo, que no la quería, las infidelidades de Paula lo volvían loco de dolor y de celos.
-Bueno, no me iba a quedar en casa chupándome el dedo mientras vos andabas por ahí desflorando primitas.
La alusión, esta vez no era azarosa, apuntaba concretamente a una de las infidelidades de Ricardo que, siempre inseguro de su capacidad de seducción, se inclinaba para superar desafíos, prefería las tareas difíciles, con obstáculos, las mujeres vírgenes. Cierta vez una de sus alumnas, agradecida, le había regalado un ejemplar del Martín Fierro encuadernado en piel que Ricardo le había mostrado a Paula, un poco avergonzado.
-pero yo no te pregunté nada- dijo ahora Ricardo-. Yo no quería saber nada. ¿Por qué me tuviste que contar eso?. Y Paula no sabía bien por qué, buscaba algo que pudiera lastimarlo, hacerle compartir una parte del dolor, hubiera querido clavarle un instrumento largo y delgado en el pecho, una aguja de tejer, por ejemplo, con la punta doblada como un anzuelo y arrancarla después de un tirón, untarle la herida con mostaza.
-La pasamos bien con Panchito. Hacía tiempo que le tenía ganas.
En los últimos tres años había tenido tiempo de conocerlo bien a Ricardo, Paulita, y sabía que, aunque el instrumento del amor estaba roto, todavía podía hacerlo bailar con el del odio. Iba a ser una despedida fuerte, con ganas, una buena despedida.
-¿Y qué hicieron?- dijo Ricardo, con voz indiferente.
-Y qué íbamos a hacer. Cojimos.
-¿Cuántas veces?
-Qué te importa.
-Te pregunté cuántas veces- y la voz de Ricardo sonaba sibilante ahora, contenida, aunque todavía impersonal, distante.
-Tres veces.
-¿Y después? ¿Volviste a acostarte con él, después?
-No, después vos volviste de Mendoza. O de Córdoba, mejor dicho. Después no lo vi más.
-¿Y qué tal coje Panchito? ¿Mejor que yo?
-No se, distinto. No me voy a poner a contarte los detalles, ¿no?
Entonces Ricardo dejó caer toda la apariencia de tranquilidad de fría curiosidad científica, y avanzó pesadamente hacia ella, jadeando, con los ojos enrojecidos, temblando de odio y de celos. Paulita retrocedió, apoyándose contra el respaldo del sillón. Ricardo le agarró el brazo, apretándole la muñeca con fuerza.
-Sí, justamente, putita, puta reventada, vas a contarme todos los detalles. ¿Se la chupaste? Quiero saber todos los detalles. Contestame. Ahora me vas a decir si se la chupaste.
-Sí se la chupé, soltame! (Paulita trataba de liberar su brazo, se retorcía de dolor.)
Y Ricardo le preguntó también cómo se la había chupado, si se la había metido toda en la boca, Panchito, si lo había acariciado con la lengua, si se había tomado la leche y como Paula se negaba a contestar acompañó Ricardo, cada una de sus preguntas con una bofetada seca, dura, impersonal, hasta hacerle sentir en la boca el gusto de la sangre, hasta que Paulita, en un estallido de rabia, de dolor y de deseo, inventando a partir del confuso recuerdo de una breve historia de amor que había sucedido hacía casi un año, una historia cuyo único sentido había sido precisamente éste: la posibilidad de atesorarla, de convertirla en recuerdo y en relato, porque, aunque era cierto que le tenía ganas, por Ricardo y para Ricardo se había acostado Paula con Panchito, le contó con placer-Paula- cómo lo había acariciado con la lengua, lentamente, primero las pelotas, y había subido después, desde la raíz a la cabeza, lentamente con la lengua, antes de ponérselo todo en la boca y comenzar con el movimiento acompasado, sin dejar de trabajar entretanto, con la lengua, hasta hacerlo acabar, a Panchito, hasta sentir en la boca el sabor tibio, picante y sabroso de su semen, hasta tragárselo todo y era mentira, claro, porque la leche no le gustaba a Paulita, le daba arcadas y Ricardo debería saberlo, recordarlo, si sólo se encontrase en condiciones de saber o recordar alguna cosa.
-¿Y cómo tiene el palo, Panchito? ¿Lo tiene grande? ¿Más grande que el mío?
-No tiene palo, Panchito, ¡Tiene sable! Porque lo tiene más largo que el tuyo y más finito, y un poco curvado hacia abajo y entonces no le dice palo, Panchito; palo le decís vos, él le dice su sable. ¡El sable corvo de San Martín!.
Y ya francamente disfrutando la situación, Paulita, ya si necesidad de bofetadas, golpeando ella, con sus palabras, se enfrascó en una detallada descripción y clasificación de los hombres que había conocido o imaginado y cómo solía suceder que dieran ellos un nombre particular a su propio sexo, un nombre inventado o elegido entre los muchos nombres conocidos, y cómo ese nombre generalmente en relación con ciertas características físicas que cada uno de ellos consideraba universales y eran en realidad personales y privadas y así había conocido, Paulita, a la Chancha y al Cabezón, a la Varita mágica y a Perico de los Palotes y al Bastón Vigilante y pasó después, Paulita a relatar con delectación los diversos placeres, ya decididamente imaginarios, que cada instrumento, de acuerdo con su forma o su tamaño, era capaz de provocar en una mujer.
Hasta que la hizo callar, Ricardo, enroscándole la mano en el pelo y tirando hacia abajo, retorciéndole el brazo al mismo tiempo hasta obligarla a ponerse de rodillas con la cabeza echada para atrás, mientras se desabrochaba los pantalones, y se la hizo chupar, Ricardo, como en su historia se la había chupado Paula a Panchito.
Y después la hizo retroceder, Ricardo a Paulita, y le ordenó que se sacara la camisa y se acariciara os pechos, y la miró, mordisqueándose las puntas del bigote, mientras ella se acariciaba y la ayudó después a sacarse los pantalones y le ordenó caminar así, semidesnuda, en cuatro patas por la habitación, y obedeció Paulita, a sus órdenes corriendo como un perro, a su llamado, y la besó en el cuello Ricardo a Paulita, y jugó a acercar y alejar su boca de sus pezones, tocándolos con los labios, el bigote, y puso la boca sobre uno de ellos rozándolo apneas, hábilmente, con los dientes, mientras si abrazo le rodeaba la cintura acariciándole las nalgas, las caderas, y la otra mano subía despacito desde la rodilla hacia arriba, por la cara interna del muslo hacia su centro, hasta mojar los dedos en su sexo húmedo para lubricar la caricia aterradoramente suave.
Y sitió, Paulita, las ondas de deseo que partían desde su centro en convulsivos espasmos y el deseo era también placer, placer y deseo al mismo tiempo en un solo nudo, hasta sentir toda su piel erizada, dispuesta, hasta sentir pinchazos como los que podría causar una aguja increíblemente fina en la pinta de los dedos, hasta que no pudo resisitirlo más, Paulita, y de su boca entreabierta comenzaron a escaparse quejidos, el sonido del goce, y ese sonido, el de su propia respiración hecha voz, elevó más todavía la ola del deseo.
Entonces entró en ella, Ricardo, y su lengua entró en la boca de Paula, recorriendo los dientes, las encías, mientras ella mantenía los dientes apretados, obligándola a separarlos, violándole la boca mientras se movía dentro de su cuerpo. Y la llamó mi yegua, Ricardo, a Paula, mi puta, mi hembra, mientras se estremecían juntos en un instante final, interminable.
Pero después todo seguía igual y le acarició el pelo con ternura, a Paulita, Ricardo, con tristeza mientras se vestían, recordaron entonces, que se estaban despidiendo, y se puso a llorar, Paulita, y Ricardo también lloró un poco y se abrazaron muy fuerte y Ricardo le pidió perdón a Paulita porque ya no la quería y Paula se preguntó en silencio por qué miércoles no la querría más, los misterios de eso hipopótamo, el torpe amor.
Y Ricardo se fue y esta vez se fue para siempre y la miró con afecto a Paulita en el palier, mientras esperaban el ascensor, sos una buena chica, le dijo, te voy a extrañar mucho.
Entonces Paulita se puso en puntas de pie y lo hizo inclinarse hacia ella porque estaban en el palier y quería decirle algo más y decírselo, además en el oído. Y abrazándolo, en el oído, le dijo muy bajito susurrando, a Ricardo, Paulita:
-Te olvidaste preguntarme. También me la dio por el culo, Panchito.
Y después entró a su casa y cerró la puerta.
Como un boxeador cansado, derrotado, que vuelve a los vestuarios escuchando todavía los gritos del público que festejaban al triunfador, se arrastró Paulita hasta el baño. Como un boxeador cansado, derrotado, tenía la cara, Paulita, pero todavía manchada de sangre y semen y mocos y sudor, y negras lágrimas cargadas de pintura. Y mientras se enjabonaba debajo de la ducha, Paulita, mientras dejaba que el agua le empapase el pelo, corriera por s cuerpo, Paulita pensó que Ricardo podía golpearla y humillarla, podía hacerla gozar, podía darle placer y dolor y tristeza, podía abandonarla, pero nunca, nunca jamás, ni aunque viviese un millón de años, iba a poder ganarle a un partido de scrábel, Ricardo a Paulita.
del libro "CUENTOS ERÓTICOS" Eryda Editores 1984
Gracias IRI por tu aporte.
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