—¡Ya está! ¡Es la última!
—¡Ya era hora!
Con un gesto inconsciente, Steve se secó una gota de sudor que resbalaba por su frente.
—¿Realmente crees que vamos a quedarnos aquí más de un año?
—Ya veremos… Pero, entretanto, muévete. ¡Nos queda aún mucho por hacer! Otro traslado. El que hacía tres en otros tantos años. No parecía, por lo menos en los últimos tiempos, que Steve y yo fuéramos capaces de encontrar el lugar ideal para vivir. Esta vez, no obstante, tenía un buen presentimiento.
Durante tres meses había escudriñado sistemáticamente la ciudad buscando la “perla exótica” inmobiliaria, y realmente tenía la impresión de que, después de muchas búsquedas infructuosas, la había hallado.
Nos hubiera gustado tener por fin una casa propia, pero como Steve pronto iba a ser destinado a otro lugar, habíamos pospuesto una vez más ese sueño. Tras semanas de decepciones, falsas esperanzas y días enteros dedicados a visitar los apartamentos disponibles, ya estaba dispuesta a rendirme. Pero una mañana sin ningún carácter especial había leído un anuncio: “Magnífica copropiedad; la paz del campo cerca del centro de la ciudad. Oportunidad”. Como había visto centenares de anuncios similares, estuve a punto de desdeñarlo. Sin embargo, antes de hacerlo y sin realmente ser consciente de ello, marqué el número y concerté una cita para verlo. Al llegar delante del edificio, me enamoré a primera vista. Era exactamente lo que buscábamos. Para empezar, el apartamento disponible estaba en el último piso del edificio, el piso 20. Por lo tanto, no tendríamos a nadie que anduviese por el piso de arriba a cualquier hora del día o de la noche. Además, el edificio tenía una planta en aspas de cruz, con sólo un apartamento en cada brazo y el ascensor en el hueco del centro; es decir, no había vecinos inmediatos que nos pudieran hacer partícipes de sus peleas o de sus programas de televisión predilectos. ¡El éxtasis! Y las ventajas no terminaban ahí.
El edificio estaba rodeado de un hermoso parque, por el que se podía pasear con toda paz. Un conserje vigilaba permanentemente la entrada y, ¡oh, increíble fortuna!, el alquiler estaba a nuestro alcance (aunque exigiera algún pequeño sacrificio por otro lado). De hecho, teniendo en cuenta las dimensiones del apartamento y el barrio en que se encontraba, el alquiler no era desmesurado. El edificio acababa de cambiar de propietario, y los nuevos dueños querían alquilar todos los pisos. Así pues, habían rebajado sensiblemente la renta, por lo menos hasta que consiguieran su objetivo. Nos abalanzamos sobre la ocasión (mejor dicho me abalancé sobre la ocasión) y no le dije a Steve que ya había firmado el contrato hasta que él vio el apartamento. Estaba convencida de que quedaría tan enamorado de él como yo lo estaba. Y aún es así.
El día del traslado, a pesar de la fatiga y de las múltiples incomodidades que un traslado conlleva, nos sentíamos felices. El barrio, por lo menos lo que habíamos podido ver hasta entonces, nos gustaba y nos habíamos ya encontrado con una vecina de rellano, Diane, que nos había parecido encantadora. Quizá un poquitín excesivamente encantadora, a juzgar por la mirada de aprobación que Steve fijó sobre su busto…
Trabajamos intensamente durante cuatro días, antes de que pudiéramos considerar que nos habíamos “instalado”.
Steve y yo habíamos pedido unos días de vacaciones para hacer el traslado y se puede decir que los empleamos bien. Los grandes ventanales supusieron un problema. Los del salón y el dormitorio eran inmensos, y las cortinas que teníamos no encajaban en ellos. No obstante, una vez solucionamos ese problema, el apartamento adquirió un aspecto más que placentero. Y esos ventanales, por sus dimensiones, nos permitían una vista tan espectacular que dábamos por bien empleado el esfuerzo.
La cuarta noche, tras nuestra primera cena tête-à-tête en nuestra nueva casa, decidimos por fin salir a tomar el fresco en la magnífi ca terraza. La noche de julio era cálida y dulce, con una brisa ligera y acariciante que nos mecía.
No estábamos aún en tiempo de canícula, un período en el que entraríamos sin duda dentro de unas pocas semanas.
Era simplemente una hermosa noche de verano; una de esas noches que demasiado raramente podemos disfrutar en estas latitudes.
Apagamos todas las luces para mejor saborear la magnífica vista que se nos ofrecía: la ciudad desparramada a nuestros pies parecía irreal, vibrante, viva. La circulación era fluida y discreta, y del apartamento vecino llegaba la melodía de un melancólico blues. Por fin podíamos gozar relajadamente de la tranquilidad de nuestra nueva casa. Aunque no pudiéramos seguir la conversación que emergía a través de las ventanas de nuestra vecina, abiertas para dejar entrar el aire nocturno, se percibían tonos de voz claramente masculinos.
—“¡Lástima!” —dije para pincharle—, “parece que tiene novio…”
Steve sonrió y acerca su silla a la mía. Colocó afectuosamente su brazo sobre mi hombro, dejando que su mano, al pasar, acariciase competentemente mi pelo. Algunos instantes después, una sugestiva luz iluminó el dormitorio de la vecina. Entonces nos dimos cuenta de que ella había resuelto el problema de las cortinas de un modo muy expeditivo: no había puesto. Sin mirarlo expresamente, observamos también que los dos muros de su dormitorio que nos resultaban visibles, estaban recubiertos de espejos. Resultaba difícil no verlo; el ventanal medía casi lo mismo que la estancia.
—No sólo tiene un novio sino que, además, les gusta mirarse… Nuestra vecina, Diane, siguiendo el ritmo de la música entró en su cuarto con paso lento y se sacó su blusa.
—¡Ya ves! ¡Vas a poder pegarte el lote! ¡Dios mío, que tetas! La granuja… ¿Qué va a pasar cuando yo no esté? ¡Si entro en casa y tú no estás junto a la puerta esperándome, voy a adivinar inmediatamente dónde estás! Pensaba que se iba a cambiar de vestido, fuera para estar más cómoda, fuera para salir… Pero desanduvo el camino que había hecho, esta vez ataviada únicamente con unas braguitas, y regresó arrastrando a su novio de la mano. Le empujó al interior con un gesto cariñoso y juguetón y le hizo sentar encima de algo que parecía una cómoda. Inmovilizó sus muñecas contra el espejo y empezó a cubrir su cuello con ligeros besos furtivos, provocativos.
—Hum… —murmuró Steve—, eso se está poniendo interesante. Me limité a tragar saliva…
Diane besaba ahora más fogosamente el cuello, los hombros, los brazos y el torso del hombre, deslizando sus menudas manos a lo largo de su velludo cuerpo, mientras él permanecía sentado, quieto. De pronto, tiró de sus muñecas, se giró y le hizo ponerse en pie, delante de ella, indicándole con un gesto de su dedo que no intentara acercársele. A través de la ventana podíamos verle directamente hasta casi la cintura, y el resto lo veíamos reflejado en los espejos. Diane subió encima de la cómoda que el hombre acababa de dejar libre y se puso a bailar mórbidamente al ritmo de la música.
Realmente, tenía unas tetas que a mí me hacían desmayar de envidia… y que provocaban que mi Steve se pusiera rojo como un tomate. La miraba, con un aire tímido pero fascinado, sin que fuera capaz de decidir si prefería mirarla a ella, o a su imagen refl ejada en uno de los espejos.
—¡Ya era hora!
Con un gesto inconsciente, Steve se secó una gota de sudor que resbalaba por su frente.
—¿Realmente crees que vamos a quedarnos aquí más de un año?
—Ya veremos… Pero, entretanto, muévete. ¡Nos queda aún mucho por hacer! Otro traslado. El que hacía tres en otros tantos años. No parecía, por lo menos en los últimos tiempos, que Steve y yo fuéramos capaces de encontrar el lugar ideal para vivir. Esta vez, no obstante, tenía un buen presentimiento.
Durante tres meses había escudriñado sistemáticamente la ciudad buscando la “perla exótica” inmobiliaria, y realmente tenía la impresión de que, después de muchas búsquedas infructuosas, la había hallado.
Nos hubiera gustado tener por fin una casa propia, pero como Steve pronto iba a ser destinado a otro lugar, habíamos pospuesto una vez más ese sueño. Tras semanas de decepciones, falsas esperanzas y días enteros dedicados a visitar los apartamentos disponibles, ya estaba dispuesta a rendirme. Pero una mañana sin ningún carácter especial había leído un anuncio: “Magnífica copropiedad; la paz del campo cerca del centro de la ciudad. Oportunidad”. Como había visto centenares de anuncios similares, estuve a punto de desdeñarlo. Sin embargo, antes de hacerlo y sin realmente ser consciente de ello, marqué el número y concerté una cita para verlo. Al llegar delante del edificio, me enamoré a primera vista. Era exactamente lo que buscábamos. Para empezar, el apartamento disponible estaba en el último piso del edificio, el piso 20. Por lo tanto, no tendríamos a nadie que anduviese por el piso de arriba a cualquier hora del día o de la noche. Además, el edificio tenía una planta en aspas de cruz, con sólo un apartamento en cada brazo y el ascensor en el hueco del centro; es decir, no había vecinos inmediatos que nos pudieran hacer partícipes de sus peleas o de sus programas de televisión predilectos. ¡El éxtasis! Y las ventajas no terminaban ahí.
El edificio estaba rodeado de un hermoso parque, por el que se podía pasear con toda paz. Un conserje vigilaba permanentemente la entrada y, ¡oh, increíble fortuna!, el alquiler estaba a nuestro alcance (aunque exigiera algún pequeño sacrificio por otro lado). De hecho, teniendo en cuenta las dimensiones del apartamento y el barrio en que se encontraba, el alquiler no era desmesurado. El edificio acababa de cambiar de propietario, y los nuevos dueños querían alquilar todos los pisos. Así pues, habían rebajado sensiblemente la renta, por lo menos hasta que consiguieran su objetivo. Nos abalanzamos sobre la ocasión (mejor dicho me abalancé sobre la ocasión) y no le dije a Steve que ya había firmado el contrato hasta que él vio el apartamento. Estaba convencida de que quedaría tan enamorado de él como yo lo estaba. Y aún es así.
El día del traslado, a pesar de la fatiga y de las múltiples incomodidades que un traslado conlleva, nos sentíamos felices. El barrio, por lo menos lo que habíamos podido ver hasta entonces, nos gustaba y nos habíamos ya encontrado con una vecina de rellano, Diane, que nos había parecido encantadora. Quizá un poquitín excesivamente encantadora, a juzgar por la mirada de aprobación que Steve fijó sobre su busto…
Trabajamos intensamente durante cuatro días, antes de que pudiéramos considerar que nos habíamos “instalado”.
Steve y yo habíamos pedido unos días de vacaciones para hacer el traslado y se puede decir que los empleamos bien. Los grandes ventanales supusieron un problema. Los del salón y el dormitorio eran inmensos, y las cortinas que teníamos no encajaban en ellos. No obstante, una vez solucionamos ese problema, el apartamento adquirió un aspecto más que placentero. Y esos ventanales, por sus dimensiones, nos permitían una vista tan espectacular que dábamos por bien empleado el esfuerzo.
La cuarta noche, tras nuestra primera cena tête-à-tête en nuestra nueva casa, decidimos por fin salir a tomar el fresco en la magnífi ca terraza. La noche de julio era cálida y dulce, con una brisa ligera y acariciante que nos mecía.
No estábamos aún en tiempo de canícula, un período en el que entraríamos sin duda dentro de unas pocas semanas.
Era simplemente una hermosa noche de verano; una de esas noches que demasiado raramente podemos disfrutar en estas latitudes.
Apagamos todas las luces para mejor saborear la magnífica vista que se nos ofrecía: la ciudad desparramada a nuestros pies parecía irreal, vibrante, viva. La circulación era fluida y discreta, y del apartamento vecino llegaba la melodía de un melancólico blues. Por fin podíamos gozar relajadamente de la tranquilidad de nuestra nueva casa. Aunque no pudiéramos seguir la conversación que emergía a través de las ventanas de nuestra vecina, abiertas para dejar entrar el aire nocturno, se percibían tonos de voz claramente masculinos.
—“¡Lástima!” —dije para pincharle—, “parece que tiene novio…”
Steve sonrió y acerca su silla a la mía. Colocó afectuosamente su brazo sobre mi hombro, dejando que su mano, al pasar, acariciase competentemente mi pelo. Algunos instantes después, una sugestiva luz iluminó el dormitorio de la vecina. Entonces nos dimos cuenta de que ella había resuelto el problema de las cortinas de un modo muy expeditivo: no había puesto. Sin mirarlo expresamente, observamos también que los dos muros de su dormitorio que nos resultaban visibles, estaban recubiertos de espejos. Resultaba difícil no verlo; el ventanal medía casi lo mismo que la estancia.
—No sólo tiene un novio sino que, además, les gusta mirarse… Nuestra vecina, Diane, siguiendo el ritmo de la música entró en su cuarto con paso lento y se sacó su blusa.
—¡Ya ves! ¡Vas a poder pegarte el lote! ¡Dios mío, que tetas! La granuja… ¿Qué va a pasar cuando yo no esté? ¡Si entro en casa y tú no estás junto a la puerta esperándome, voy a adivinar inmediatamente dónde estás! Pensaba que se iba a cambiar de vestido, fuera para estar más cómoda, fuera para salir… Pero desanduvo el camino que había hecho, esta vez ataviada únicamente con unas braguitas, y regresó arrastrando a su novio de la mano. Le empujó al interior con un gesto cariñoso y juguetón y le hizo sentar encima de algo que parecía una cómoda. Inmovilizó sus muñecas contra el espejo y empezó a cubrir su cuello con ligeros besos furtivos, provocativos.
—Hum… —murmuró Steve—, eso se está poniendo interesante. Me limité a tragar saliva…
Diane besaba ahora más fogosamente el cuello, los hombros, los brazos y el torso del hombre, deslizando sus menudas manos a lo largo de su velludo cuerpo, mientras él permanecía sentado, quieto. De pronto, tiró de sus muñecas, se giró y le hizo ponerse en pie, delante de ella, indicándole con un gesto de su dedo que no intentara acercársele. A través de la ventana podíamos verle directamente hasta casi la cintura, y el resto lo veíamos reflejado en los espejos. Diane subió encima de la cómoda que el hombre acababa de dejar libre y se puso a bailar mórbidamente al ritmo de la música.
Realmente, tenía unas tetas que a mí me hacían desmayar de envidia… y que provocaban que mi Steve se pusiera rojo como un tomate. La miraba, con un aire tímido pero fascinado, sin que fuera capaz de decidir si prefería mirarla a ella, o a su imagen refl ejada en uno de los espejos.
—Es menos caro que un peep-show—, observó con el aliento entrecortado y la mirada clavada en ella. Fue en ese momento cuando acercó su silla para que pudiese deslizar su otra mano a lo largo de mi muslo; una mano que ascendió más rápidamente de lo que pensaba hasta mi braguita. Diane seguía ondulando, besando de vez en cuando sus voluminosas tetas y provocando a su amigo al jugar, con una sonrisa maliciosa en sus labios, con su minúscula braguita. Alzaba los lados por sus caderas, dejaba a la vista su coño y pasaba furtivamente sus dedos entre sus piernas. Su compañero se masajeaba por encima de sus tejanos, obediente y sumiso, contentándose con mirarla.
Steve, por su lado, había empezado a acariciarme con persistencia. Yo estaba ya muy encendida. Me sentía incómoda, aunque ligeramente, por el hecho de estar observando de este modo a otra pareja; pero no me importaba: el espectáculo era irresistible. Dejé que Steve me acariciara sin ponerle trabas, apenas consciente de su presencia, limitándome egoístamente a gozar de las sensaciones que me provocaba. Sabía que estaba humedecida, caliente, y los dedos que Steve deslizó en mi interior dieron rápidamente con su objetivo. Con la yema de su dedo acarició un minúsculo punto en el lugar preciso de mi cuerpo que desencadenaba siempre el mismo proceso: un orgasmo escandaloso por su celeridad y potencia. El amigo de Diane se quitó apresuradamente los pantalones, dejando ver un órgano bien erguido… y apagó la luz de su dormitorio.
Ambos exhalamos al unísono un suspiro de contrariedad, pero, con todo, Steve tuvo el detalle de continuar hasta que gocé; algo que sucedió casi inmediatamente. Entonces me fijé en la inmensa erección que empujaba su pantalón y de la que no me había dignado ocuparme hasta entonces… ¡Una erección sólida! No podía dejar al pobre Steve en ese estado. Era incapaz de despreciar una tal apostura. Me arrodillé delante de él e introduje casi toda su polla en mi boca. Me encanta (de verdad) regalarle ese pequeño placer. Lo hago por amor a él, pero también por mí… Adoro esa impresión de potencia que me proporciona el tener su miembro en mi boca. Yo soy entonces la verdadera dueña de la situación, si es que hay alguien que lo sea. Me puse a chupar con mi boca pedigüeña, deslizando mi lengua alrededor de su falo como en un beso apasionado, albergándolo profundamente en mi cavidad bucal. Como sabía que Steve lo adoraba (¿hay algún hombre que no adore esto?), prolongué su placer, haciéndolo durar. Aceleré el vaivén de mis mojadas caricias, a la vez que introducía su miembro más aún en mi boca, hasta que noté que su resistencia iba a ceder. Entonces, sosegué gradualmente mi ritmo, divirtiéndome en lamerlo y chuparlo. Dejando que mi mano tomara el protagonismo. Pasado un momento, volví a introducírmelo de nuevo en la boca, empezando otra vez el juego. Mis labios se cerraron alrededor de su verga cada vez más dura, a veces suaves, a veces fi rmes, pero sin ceder nunca en su presión.
Finalmente, a la cuarta vez de repetir el proceso, dejé que gozara y que me rociara con el fruto de mi esfuerzo… No hay nada como salir a tomar el fresco. Estaba claro que este apartamento iba a proporcionarnos agradables veladas…
* * *
Unos días después, me crucé con Diane en el ascensor. Sentí que me sonrojaba, sin que pudiera hacer nada para evitarlo y sabiendo que pensaría, equivocadamente, que yo era patológicamente tímida. Quería saber si ya nos habíamos instalado y qué nos parecía de momento el barrio. Me dijo que siempre había vivido en pisos altos y me preguntó qué opinaba de la vista…
Me puse extremadamente roja y con alivió observé que el ascensor llegaba al fi nal de su rayecto. Me dirigió una cálida sonrisa y se fue por su lado.
* * *
Era nuestro último día de vacaciones… ¡Cuán rápido habían pasado los días! Pensaba con inquina en que a la mañana siguiente tendría que empezar de nuevo la rutina.
Para celebrar de un modo especial la última noche, Steve me propuso ir a cenar en un pequeño restaurante vietnamita que estaba cerca de nuestra casa. El gusto por la cocina vietnamita fue la primera afición común que nos descubrimos. Comíamos en restaurantes vietnamitas tan a menudo como podíamos, y no nos cansábamos nunca de hacerlo. Esa noche, una vez más, la comida estuvo deliciosa y nos encantó el ambiente cálido y discreto de ese restaurante que visitábamos por primera vez. La conversación derivó de un modo natural hacia nuestra vecina, y nos preguntamos si no entraría dentro de lo posible que hubiera montado toda esa exhibición sabiendo que la estábamos mirando.
—¡Quita! —dijo Steve—, ¿cómo hubiera podido saber que estábamos en la terraza?
—¡No lo sé!… Pero, incluso desde nuestro dormitorio, se podía ver todo sin ninguna difi cultad.
—¡No! Yo ya he… Steve dudó un momento.
—…¡He hecho la comprobación y queda demasiado lejos! El ángulo tampoco lo permite…
—¡Ah! —dije, fingiendo sentirme ofendida.
—¡Ya me parecía a mí que ibas a arreglártelas para no perderte nada!
—¡Ya! Porque me vas a decir que tú te quedaste pasmada. O, peor aún, indiferente.
—Yo no diría tanto…
Nos miramos a los ojos y, embarcados en agradables recuerdos, tuvimos la misma idea ambos a la vez: regresar lo antes posible a casa.
Al llegar, me apresuré a abrir los ventanales y la gran puerta de la terraza. A ninguno de los dos nos gusta el aire acondicionado. Inmediatamente percibí la música que llegaba del apartamento del lado. Esta vez era rock duro. Tuve cuidado en no encender ninguna luz y susurré a Steve que viniera rápido. El apartamento de Diane estaba iluminado por varias lámparas de colores. El resultado hacía pensar en un escenario bajo focos de color rojo, azul y ocre. En medio de ese extraño marco, dos cuerpos se entrelazaban. El de Diane y el de un hombre distinto al de la vez anterior. Ella estaba arrodillada encima del sofá con los codos apoyados sobre el respaldo. Ofrecía su espalda y sus nalgas a un tipo cuadrado como un jugador de fútbol, con largos cabellos castaños.
—Ven al dormitorio—, murmuró Steve, como si nuestros vecinos pudieran oírle.
—Están en el salón; esta vez les veremos mejor desde allá…
—De acuerdo, vamos.
Era cierto que la visión era mejor. Diane seguía en la misma posición, pero el chico, que antes estaba inmóvil detrás de ella, ahora parecía estar explorando el cuerpo de ella hasta sus más recónditos rincones. Con una mano se masturbaba y con la otra acariciaba a Diane. Introducía sus dedos, exigentes delante y prudentes atrás, y paseaba su lengua sobre sus acogedoras nalgas. Pero lo que me fascinó fue la mano con la que se masturbaba. Era una mano inmensa, de un tamaño superior al de la media, pero no llegaba a tapar la mitad de su enorme verga. ¡No había visto nunca nada igual! Steve y yo nos desnudamos frenéticamente y me apoyé sobre el quicio de la ventana, en la misma posición que Diane. Steve imitó al chico, acariciándome con una intensidad cada vez mayor. Finalmente, vi que el chico la penetraba. Pensé que un calibre así, necesariamente tenía que hacer daño. ¡Pero, qué vistazo! No se apresuró; hundió sólo una pequeña parte a la vez. Diane debía estar loca de impaciencia porque se precipitó encima de él, obligándole bruscamente a que la penetrara.
Steve hizo lo mismo. No disponía del mismo armamento, pero a mí me convenía perfectamente puesto que estaba ahí: detrás de mí y en mi interior. Mientras les mirábamos, intentamos sincronizar nuestros movimientos con los de ellos. Estaba fascinada por sus cuerpos brillantes, ligeros e impetuosos. Las tetas de Diane se balanceaban al ritmo endiablado de su frenesí y podía adivinar (más que ver, por desgracia) la enorme verga erecta que, a cada embestida, se adentraba más profundamente en Diane.
El chico aceleró el ritmo con el que se movía y Steve hizo lo mismo. Me estremecía cada vez que Steve golpeaba mis nalgas con su vientre y ante los golpes que el del chico propinaba a las de Diane. Se pararon al mismo tiempo, hicieron una pausa abrazándonos por los hombros y los cuellos, agarraron nuestras cabelleras y después continuaron de nuevo. Incluso pareció que se corrían a la vez. Steve me hizo sentar sobre el pretil y me lamió con fruición, haciéndome gozar con su lengua una segunda y maravillosa vez. Después de eso, fui incapaz de mirar qué hacían los otros dos. Mi única queja fue que, a pesar de la feroz intensidad, todo había resultado demasiado breve.
—¿Crees que tendríamos que dejar de mirarles? —pregunté a Steve con la respiración aún entrecortada.
—No, ¿por qué? Yo no veo nada malo en esto… ¡Vamos a ver! Entre esto y una película, ¿tú qué prefi eres?
—Bueno; si son las que tú escoges…
—Perdone usted, señora; la próxima vez vas tú a buscarlas.
—Quizá no nos haga falta ir a ninguno de los dos; sobre todo si sigue cambiando de pareja cada semana…
Aunque, y para mis adentros, este último disponía de algo que no acabo de saber definir…
Efectivamente, Diane cambiaba de pareja con regularidad.
El tipo de pelo largo vino a verla algunas veces más, pero nosotros siempre llegamos a casa demasiado tarde para sacar provecho de sus visitas. Diane se contentó (¡y de qué manera!) con ese acompañante, durante dos semanas.
Una noche, al llegar a casa, les sorprendí en plena pelea.
Unos momentos después, él se marchó dando un portazo y ya no le volvimos a ver. ¡Una pena!…
Unos días después de esa típica “última escena”, regresé pronto del trabajo y en el rellano me encontré con Diane. Me dijo que le apetecía beber sangría y que iba a comprarla.
HISTORIAS PARA RUBORIZARSE
Cuentos eróticos
MARIE GRAY
© del texto: la autora
© de esta edición: Lectio Ediciones
© de la edición original: Guy Saint-Jean Éditeur Inc.,
Gracias Susana Moo por hacerme conocer a la autora
Steve, por su lado, había empezado a acariciarme con persistencia. Yo estaba ya muy encendida. Me sentía incómoda, aunque ligeramente, por el hecho de estar observando de este modo a otra pareja; pero no me importaba: el espectáculo era irresistible. Dejé que Steve me acariciara sin ponerle trabas, apenas consciente de su presencia, limitándome egoístamente a gozar de las sensaciones que me provocaba. Sabía que estaba humedecida, caliente, y los dedos que Steve deslizó en mi interior dieron rápidamente con su objetivo. Con la yema de su dedo acarició un minúsculo punto en el lugar preciso de mi cuerpo que desencadenaba siempre el mismo proceso: un orgasmo escandaloso por su celeridad y potencia. El amigo de Diane se quitó apresuradamente los pantalones, dejando ver un órgano bien erguido… y apagó la luz de su dormitorio.
Ambos exhalamos al unísono un suspiro de contrariedad, pero, con todo, Steve tuvo el detalle de continuar hasta que gocé; algo que sucedió casi inmediatamente. Entonces me fijé en la inmensa erección que empujaba su pantalón y de la que no me había dignado ocuparme hasta entonces… ¡Una erección sólida! No podía dejar al pobre Steve en ese estado. Era incapaz de despreciar una tal apostura. Me arrodillé delante de él e introduje casi toda su polla en mi boca. Me encanta (de verdad) regalarle ese pequeño placer. Lo hago por amor a él, pero también por mí… Adoro esa impresión de potencia que me proporciona el tener su miembro en mi boca. Yo soy entonces la verdadera dueña de la situación, si es que hay alguien que lo sea. Me puse a chupar con mi boca pedigüeña, deslizando mi lengua alrededor de su falo como en un beso apasionado, albergándolo profundamente en mi cavidad bucal. Como sabía que Steve lo adoraba (¿hay algún hombre que no adore esto?), prolongué su placer, haciéndolo durar. Aceleré el vaivén de mis mojadas caricias, a la vez que introducía su miembro más aún en mi boca, hasta que noté que su resistencia iba a ceder. Entonces, sosegué gradualmente mi ritmo, divirtiéndome en lamerlo y chuparlo. Dejando que mi mano tomara el protagonismo. Pasado un momento, volví a introducírmelo de nuevo en la boca, empezando otra vez el juego. Mis labios se cerraron alrededor de su verga cada vez más dura, a veces suaves, a veces fi rmes, pero sin ceder nunca en su presión.
Finalmente, a la cuarta vez de repetir el proceso, dejé que gozara y que me rociara con el fruto de mi esfuerzo… No hay nada como salir a tomar el fresco. Estaba claro que este apartamento iba a proporcionarnos agradables veladas…
* * *
Unos días después, me crucé con Diane en el ascensor. Sentí que me sonrojaba, sin que pudiera hacer nada para evitarlo y sabiendo que pensaría, equivocadamente, que yo era patológicamente tímida. Quería saber si ya nos habíamos instalado y qué nos parecía de momento el barrio. Me dijo que siempre había vivido en pisos altos y me preguntó qué opinaba de la vista…
Me puse extremadamente roja y con alivió observé que el ascensor llegaba al fi nal de su rayecto. Me dirigió una cálida sonrisa y se fue por su lado.
* * *
Era nuestro último día de vacaciones… ¡Cuán rápido habían pasado los días! Pensaba con inquina en que a la mañana siguiente tendría que empezar de nuevo la rutina.
Para celebrar de un modo especial la última noche, Steve me propuso ir a cenar en un pequeño restaurante vietnamita que estaba cerca de nuestra casa. El gusto por la cocina vietnamita fue la primera afición común que nos descubrimos. Comíamos en restaurantes vietnamitas tan a menudo como podíamos, y no nos cansábamos nunca de hacerlo. Esa noche, una vez más, la comida estuvo deliciosa y nos encantó el ambiente cálido y discreto de ese restaurante que visitábamos por primera vez. La conversación derivó de un modo natural hacia nuestra vecina, y nos preguntamos si no entraría dentro de lo posible que hubiera montado toda esa exhibición sabiendo que la estábamos mirando.
—¡Quita! —dijo Steve—, ¿cómo hubiera podido saber que estábamos en la terraza?
—¡No lo sé!… Pero, incluso desde nuestro dormitorio, se podía ver todo sin ninguna difi cultad.
—¡No! Yo ya he… Steve dudó un momento.
—…¡He hecho la comprobación y queda demasiado lejos! El ángulo tampoco lo permite…
—¡Ah! —dije, fingiendo sentirme ofendida.
—¡Ya me parecía a mí que ibas a arreglártelas para no perderte nada!
—¡Ya! Porque me vas a decir que tú te quedaste pasmada. O, peor aún, indiferente.
—Yo no diría tanto…
Nos miramos a los ojos y, embarcados en agradables recuerdos, tuvimos la misma idea ambos a la vez: regresar lo antes posible a casa.
Al llegar, me apresuré a abrir los ventanales y la gran puerta de la terraza. A ninguno de los dos nos gusta el aire acondicionado. Inmediatamente percibí la música que llegaba del apartamento del lado. Esta vez era rock duro. Tuve cuidado en no encender ninguna luz y susurré a Steve que viniera rápido. El apartamento de Diane estaba iluminado por varias lámparas de colores. El resultado hacía pensar en un escenario bajo focos de color rojo, azul y ocre. En medio de ese extraño marco, dos cuerpos se entrelazaban. El de Diane y el de un hombre distinto al de la vez anterior. Ella estaba arrodillada encima del sofá con los codos apoyados sobre el respaldo. Ofrecía su espalda y sus nalgas a un tipo cuadrado como un jugador de fútbol, con largos cabellos castaños.
—Ven al dormitorio—, murmuró Steve, como si nuestros vecinos pudieran oírle.
—Están en el salón; esta vez les veremos mejor desde allá…
—De acuerdo, vamos.
Era cierto que la visión era mejor. Diane seguía en la misma posición, pero el chico, que antes estaba inmóvil detrás de ella, ahora parecía estar explorando el cuerpo de ella hasta sus más recónditos rincones. Con una mano se masturbaba y con la otra acariciaba a Diane. Introducía sus dedos, exigentes delante y prudentes atrás, y paseaba su lengua sobre sus acogedoras nalgas. Pero lo que me fascinó fue la mano con la que se masturbaba. Era una mano inmensa, de un tamaño superior al de la media, pero no llegaba a tapar la mitad de su enorme verga. ¡No había visto nunca nada igual! Steve y yo nos desnudamos frenéticamente y me apoyé sobre el quicio de la ventana, en la misma posición que Diane. Steve imitó al chico, acariciándome con una intensidad cada vez mayor. Finalmente, vi que el chico la penetraba. Pensé que un calibre así, necesariamente tenía que hacer daño. ¡Pero, qué vistazo! No se apresuró; hundió sólo una pequeña parte a la vez. Diane debía estar loca de impaciencia porque se precipitó encima de él, obligándole bruscamente a que la penetrara.
Steve hizo lo mismo. No disponía del mismo armamento, pero a mí me convenía perfectamente puesto que estaba ahí: detrás de mí y en mi interior. Mientras les mirábamos, intentamos sincronizar nuestros movimientos con los de ellos. Estaba fascinada por sus cuerpos brillantes, ligeros e impetuosos. Las tetas de Diane se balanceaban al ritmo endiablado de su frenesí y podía adivinar (más que ver, por desgracia) la enorme verga erecta que, a cada embestida, se adentraba más profundamente en Diane.
El chico aceleró el ritmo con el que se movía y Steve hizo lo mismo. Me estremecía cada vez que Steve golpeaba mis nalgas con su vientre y ante los golpes que el del chico propinaba a las de Diane. Se pararon al mismo tiempo, hicieron una pausa abrazándonos por los hombros y los cuellos, agarraron nuestras cabelleras y después continuaron de nuevo. Incluso pareció que se corrían a la vez. Steve me hizo sentar sobre el pretil y me lamió con fruición, haciéndome gozar con su lengua una segunda y maravillosa vez. Después de eso, fui incapaz de mirar qué hacían los otros dos. Mi única queja fue que, a pesar de la feroz intensidad, todo había resultado demasiado breve.
—¿Crees que tendríamos que dejar de mirarles? —pregunté a Steve con la respiración aún entrecortada.
—No, ¿por qué? Yo no veo nada malo en esto… ¡Vamos a ver! Entre esto y una película, ¿tú qué prefi eres?
—Bueno; si son las que tú escoges…
—Perdone usted, señora; la próxima vez vas tú a buscarlas.
—Quizá no nos haga falta ir a ninguno de los dos; sobre todo si sigue cambiando de pareja cada semana…
Aunque, y para mis adentros, este último disponía de algo que no acabo de saber definir…
Efectivamente, Diane cambiaba de pareja con regularidad.
El tipo de pelo largo vino a verla algunas veces más, pero nosotros siempre llegamos a casa demasiado tarde para sacar provecho de sus visitas. Diane se contentó (¡y de qué manera!) con ese acompañante, durante dos semanas.
Una noche, al llegar a casa, les sorprendí en plena pelea.
Unos momentos después, él se marchó dando un portazo y ya no le volvimos a ver. ¡Una pena!…
Unos días después de esa típica “última escena”, regresé pronto del trabajo y en el rellano me encontré con Diane. Me dijo que le apetecía beber sangría y que iba a comprarla.
HISTORIAS PARA RUBORIZARSE
Cuentos eróticos
MARIE GRAY
© del texto: la autora
© de esta edición: Lectio Ediciones
© de la edición original: Guy Saint-Jean Éditeur Inc.,
Gracias Susana Moo por hacerme conocer a la autora
1 comentario:
Chulo el cuento.
Besos
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