Caminando al trote de
las obligaciones, Irma transpira soledad. Mira fijo el infinito y condecora con
orgullo su trabajo de ama de casa. Pero es ella sola la que se esmera por
resaltar lo maravilloso de sus tareas domésticas; la familia navega en la
cotidianeidad de la perfección del hogar sin atender al empeño y al esfuerzo
que significa.
Cuando llega la
tarde, la diaria tarde y la inmersión en el planchado, prende la TV y naufraga en las novelas de
turno que se encadenan una a una hasta las seis, para arrojarle un salvavidas
de pasiones inventadas.
Irma, prevenida,
tiene un pañuelo hecho un bollito guardado en la manga para urgencias, no sea
cosa que la sorprenda una lágrima.
Guarda con pasión a
Carlos Alberto, a quien le sucede luego la sinuosa vida de Amanda, llorando
estrepitosamente por el amargo destino de Juan Horacio que no será liberado por
la malvada Ana Laura. Después endulzan el goteo de sus ojos. Paula Marcela
cuando recupera a su tan ansiado Ricardo, y nunca apaga el televisor sin deleitarse
antes con la belleza de Pablo, arrancador profesional de suspiros femeninos.
Pero hoy jueves la
vida le hace trampa, se corta la luz de toda la cuadra, no plancha, no TV.
Y ahora qué podrá
hacer si el resto de la casa está impecable.
La atrapa la angustia,
sus neuronas con telaraña comienzan a sacudirse y el cuerpo enmohecido se mira
en el espejo esquivando la imagen de la rutina. Iluminada por el sol, ve a una
extraña, demacrada y deslucida. No comprende quién es ésa. Busca con
desesperación en el cajón de la cómoda la esperanza. Se tira encima todo el
perfume de emoción que encuentra y sale a la calle en busca de… ella misma.
En la vereda de
enfrente se encuentra con tres o cuatro Carlos Albertos y a dos cuadras recoge
del suelo una lágrima de Amanda, la guarda en la manga junto a su pañuel, él
sabe qué hacer con el llanto inerte.
Camina largos
recuerdos y no puede alcanzarse. Cruje ante la tempestad de su historia sin
quejas. Lame la oportunidad que abandonó sin ver.
De pronto, un viento
fuerte le acomoda el cabello y le endereza la espalda se yergue su figura y se
dibuja el aura. Recupera SU nombre: el “Casela” vuelve a ocupar su lugar
destituyendo el de propiedad “de Cardoso”.
Juan Horacio le guiña
un ojo, ella bosteza la indiferencia y le regresa entusiasmo; todavía hay
hombres que la miran, se asombra.
Pablo, el galán
incandescente, la toma sorpresivamente de la cintura, la mira directo desde el
interior de su mirada color habano y sin permiso le inscribe un beso en los
pétalos de los labios de la reminiscencia.
Se le cae un ruego
“más” y Pablo se enreda en el tumultuoso despertar de esta mujer,
desincrustando en ella los besos laborales.
Los invade el
delirio, el entusiasmo, la vehemencia, caen al piso rodando encadenados de
amor, y ahí, en medio de la calle, sin inhibiciones, la intensidad del deseo se
precipita hacia fuera sin obstrucción y se acarician cada hectárea de materia.
Se funden.
Nadie se asombra, ni
siquiera los miran de reojo.
Irma siente la
erección de sus pensamientos, se acurruca en un rincón de su pasado, se pone
feliz del hallazgo y se entrega a la turgencia de sus pechos, y la espera
ansiosa de su vientre irritado. La llegada de Pablo a su cálido umbral sabe que
va a marcar el regreso absoluto de la impunidad que otorga la pasión.
El olor a hombre que
hacía tiempo no se permitía inhalar desprende una novedad ya conocida y
olvidada, ella también tiene orgasmos.
Regresa con el trofeo
de haberse hallado. Entra a su casa y ve un enorme ramo de flores en el centro
del corazón del marido que estira el brazo entregándoselas. Qué extraño, olés a
Pablo.
VALY WAINER
(1896)
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