Otra vez Amarilis



El tiempo ha pasado y vuelves a mi memoria.

Tu auto trepando hacia la sierra, la Cream-Rica
¿recuerdas?, volteando a la derecha, todos esos moteles.

Entonces éramos nosotros; no tú, no yo. Me quiérote,
te gózame, me amándonos, decíamos.

¿A quién llevas ahora? Contigo entre las piernas
¿quién pega de alaridos y triza los espejos
donde nos repetíamos bestiales y dulcísimos?

¿Qué otro vientre recibe tu miel mía, peruano?
Diqué frívola puta, qué sórdida hipócrita limeña,
qué casada cuidadosa del cornudo.

Hijo de perra, ¿lo haces? Pero allí no, nunca, con
nadie vuelvas a la habitación 35.
Que se temuera para siempre, que se te pudra si regresas.

Una vez dije allí no ¿recuerdas?, dije después
donde quieras. Tú me observabas igual que un
entomólogo, eras un médico lascivo examinando
una muchacha muerta de amor: no hables, eres
una muñeca, un cuerpo sin voluntad, y me
tocabas probándome y fui un durazno de esos
que se abren con la mano.
Un durazno, dijiste a mis espaldas, a la luz de la tarde,
separando con suavidad mis carnes, descubriendo
lo que ni yo conozco, mi zona más oscura, la que
guarda esa caricia atroz, obscena y tuya que no olvido.

Júralo: no has de volver a esa cama con nadie.
Me has negado tu cuerpo, el que gustaba mirar impúdico y
erecto viniendo a mí, el tuyo que era el mío.
Concédeme esto entonces: anda a otro sitio a hacer tus porquerías.

O vuelve a la habitación 35. El tiempo ha pasado, ya
no hay sino recuerdos y Amarilis qué puede sino
juntar palabras. Ahora somos tú y yo, no existe más
nosotros. Uno y uno, dos solos: yo y esa mierda que
tú soy y yo añoras, desgraciado.

(1937-1964)

MUCHACHO


Muchacho loco: cuando me miras
con disimulo, de arriba a abajo,
siento que arrancas tiras y tiras
de mi refajo...

Muchacho cuerdo: cuando me tocas
como al descuido la mano, a veces,
siento que creces
y que en la carne te sobran bocas.

Y yo tan seria, tan formalita,
tan buena joven, tan señorita,
para ocultarte también mi sed

te hablo de libros que no leemos,
de cosas tristes, del mar con remos;
te digo: usted...

CARILDA OLIVER LABRA
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PRIMERA VEZ (Poema en lunfardo)


(para CARINA, en su Despedida de Soltera)


Cuando el chabón te de el brazo
pa´cruzar la puerta el telo,
despacito y sin camelo
tanteándole andá el pedazo.

Si lo manyás mortadela
Es que el punto ´stá nervioso
Sacudile una franela
Hasta que se le ponga groso

Ahí nomás al catre tiralo
y empezá con tu laburo:
la lengüita sobre el palo,

un dedo en el ojo oscuro.
Si no guasquea, ¡largalo!
¡Ligaste un puto! Seguro.




TITO DEVREK 10/2008

El lunfardo es el dialecto utilizado en la mayoría de los tangos. Puede ser considerado como el idioma del tango argentino.
Diccionario aquí





















del blog de THC

Trevor Watson

"Sólo el latido unísono del sexo y el corazón puede crear éxtasis"

Anaïs Nin

ÉL, DESPUÉS DE TODO

Y apareció, él ... un nuevo sortilegio de ardores que tiemblan, con sólo revivirlo en instantes pasados y presentes, mínimos, huye. Hasta el último y miserable anhelo de explorar sus rincones libidinosos, perversos; no es ángel, no es demonio.
E insiste en endulzar su boca con mi sexo, que se abre escarlata a la timidez vencida, tan húmeda.

Y apareció, él... con toda la nueva dificultad de aunar los tiempos y las traiciones. No existe la culpa en las paredes de nuestros encuentros; si se agigantan y aplastan lujuriosos a los fantasmas que quieren oscurecer nuestros vientres. Vientres que se descubren desesperados en una diabólica pasión santa.

El final, presente desde el principio, como una verdad inevitable, un morir que se hace desesperanza con el paso del tiempo. No hay silencio, aún, sólo gemidos. Todavía hay dilataciones, todavía es un corto y erecto tránsito, todavía estamos vivos en las dudas y en la agonía; pero... es tan difícil volver cuerpo al deseo.



SOFÍA LANDSMAN



El estado de la vulva en excitación

Me gustaría describirle a los hombres qué experimenta una mujer en sus partes íntimas cuando se excita, las sensaciones de nuestro cuerpo, o al menos del mío.
Ante un determinado estímulo erótico concreto, por ejemplo una pareja que se besuquea impudorosamente delante de tus narices en el autobús, lo primero es un rubor allí abajo, una ligerísima subida de temperatura.
La boca se saliva y la garganta se contrae, de modo que tragar se hace algo más costoso. Entonces los labios vaginales cosquillean sutilmente y sientes un leve rocío, como si sudaras por ahí abajo.
Esto sucede a lo largo de unos minutos, no es instantáneo. Dan ganas de frotarse allí, de apretar las piernas o de menearse. Si estás a solas todo se acelera porque puedes bajarte la ropa y acariciarte, pero si seguimos en el autobús, hay que mantener las formas y no es demasiado difícil.
Es momento de relajar la mente y dejar al cuerpo fluir, abandonarse y volverse más irresponsable, más facilona y frívola. Los ojos se entornan, los pezones se endurecen. Si alguien nos preguntase la hora, nuestra voz saldría más aguda que habitualmente, más melosa.

Sientes ya los labios pulposos y jugo entre ellos. Si el proceso se prolonga deleitándose en las sensaciones y la parejita impúdica de este cuento sigue dando espectáculo -el trayecto ha de ser largo- comienzan a caer gotitas espesas y dulzonas que empapan las bragas, pero difícilmente traspasan el pantalón. Es chulísimo notar ese líquido caliente resbalar despacito por la abertura inferior y perderse entre la carne.
Este sería el momento perfecto para ofrecer la fruta a un buen cipote armado, pero si no lo hay, no pasa nada: me conformo con mirar.

Susana Moo

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Camille and Clode

TANKA





TRAE EL OCASO
SOMBRAS DE TINTA CHINA.
LLEGA TU PINCEL
EN ELLAS EMBEBIDO.
HOY PINTAME.
TU LIENZO SOY.

Tito Devrek




Trevor Watson

Ordenadores y webcams

De madrugada me senté frente a mi ordenador con una actitud abierta y positiva. En ese batiburrillo de conversaciones sin sentido tenía que haber alguien dispuesto a buscar lo que iba buscando yo: placer sin obsesionarse con la búsqueda sin sentido del hombre ideal. Clara tenía razón, necesitaba sexo con urgencia y a pesar de mis masturbaciones, más que frecuentes, necesitaba tener a un hombre que me marcará el compás de la música que deseaba ardientemente escuchar.

Me había puesto mi camisón negro transparente, que más que sugerir, mostraba plenamente todos mis encantos. Me metí en un chat que ponía “ciber sexo hetero y verdadero” y comencé a lanzar la caña a todos los nicks que me parecieron más sugerentes y provocadores. No tardé en verme bombardeada por una multitud de hombres acosándome para “hablar” conmigo. Tras escribirme con todos ellos apenas unas líneas, hice una selección y cogí a uno que decía llamarse “elplacerdeunagranpolla” Ese mismo me servía.-Hola encanto-comenzó él- ¿cuéntame cómo eres?Estaba convencida de que no pretendía que le contara nada sobre mí que no se refiriera exclusivamente a mi físico, así que fui al grano, exagerando en mis proporciones y dotando a mi cuerpo de una voluptuosidad sin precedentes.

-Tengo las tetas bien gordas y hermosas-comencé a decir-un culo de pecado que no abarcarías con tus manos y unos labios que te dejarían sin habla.

-Me la estás poniendo gorda como una berenjena-escribió de inmediato.

Pensé que la idea de una berenjena en mi cuerpo no me hacía demasiada gracia, aunque intenté relajarme y pensar que tampoco estaba tan mal imaginarme algo bien grande entre mis piernas, se trataba de exagerar y provocar la excitación lo más prontamente posible así que, como si fuera una experta chateadota, le seguí el juego.

-Hmmmm, escribí en el ordenador. ¡Cómo me gustaría verla! Lamería el monitor hasta dejarlo impregnado de saliva.

No hizo falta insistir mucho más, de inmediato apareció en mi esquina derecha del monitor un colosal instrumento completamente empinado y ligeramente torcido cual Torre de Pisa. Por fortuna no era una berenjena y sentí que entre mis piernas algo se despertaba.-Es impresionante-dije yo aún sobrecogida-

-Ahora yo soy quien quiere verte. Enséñame esas tetas que dices que tienes.

Enchufé mi webcam y miré mi imagen reflejada en la pantalla. Fue ahí cuando la parte racional y sensata de Ninetta empezó a hacer la puñeta a su lado más pasional y salvaje. Moví mi ratón hasta situar el cursor en el aspa que cerraba la conversación y pensé que lo mejor era no seguir a pesar de todo.

Lo cierto es que excitada, estaba, y mucho.

ALICE CARROL
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del blog de THC

Disfrutar con los ojos cerrados

Ramiro era mi masajista desde hacía ya cuatro años. Siempre conversabamos mucho, aunque pocas veces logramos el nivel de conexión de aquella tarde.

Supo hacerme las preguntas justas y guardó silencio cuando correspondía. Parecía intuir todo sobre mí. Y me incentivó poco a poco a hablar de temas íntimos. Enseguida estuvimos hablando de sexo sin tapujos y sus manos en mi cuerpo comenzaban a tener un sentido más que relajante.

Yo estaba recostada en la camilla, boca abajo, los brazos al costado y con una toalla reposando entre mi cintura y el comienzo de mis piernas. Tenía los ojos cerrados y me había abandonado al contacto de sus manos llenas de crema resbalando por mi espalda.

— Hace tiempo que tienen problemas con tu novio… Entiendo que te cele: sos una mujer hermosa. Tendrían que hacer algo para estar mejor, ¿no?

Yo no respondía con mi voz, sino con suaves movimientos de mi cuerpo. ¡Estaba tan relajada que no quería levantar mi cabeza ni pronunciar palabras! Sólo escuchaba. Mi cuerpo dijo “sí”.

Bajó por mi brazo derecho lentamente, masajeándolo. Al llegar a mi muñeca saltó a la rodilla y fue hasta mis pies. Empezó a subir desde los gemelos hasta las ingles transmitiendo calor y fuerza. Friccionaba enérgicamente una pierna mientras pasaba el dorso de su mano por la otra, con una suavidad que me erizaba la piel y minimizaba el dolor de la fuerte presión muscular.

—Él tendría que aprender a realizar masajes. La relajación es la puerta de entrada a la pasión.Sus palabras rebotaron en el pequeño consultorio y en la oscuridad del cielo estrellado que era lo único que yo veía. Sus dos manos se concentraron en mi pierna derecha. Avanzaban en movimientos circulares. Bajaban hasta la rodilla y subían nuevamente, cada vez más alto. Cuando sin querer se encontró con la toalla el contacto desapareció y volví a sentirlo en mis hombros. Se desplazó por mi espalda y mi cintura dibujando figuras como un patinador sobre el hielo. Luego de unos minutos sus dedos caminaron en la piel y fueron hacia las piernas empujando a su paso parte de la toalla.

—Tu piel es magnética, Raquel. Guía mis manos al recorrido que tu cuerpo pide.

La voz grave transitaba mi cuerpo y llegaba a mis oídos haciendo vibrar los lugares por donde pasaba.

Los movimientos del masaje se habían vuelto frenéticos y recorrían con velocidad mis piernas, mis muslos y por momentos subían hasta mi cintura. Una suave ráfaga de aire fresco alivió momentáneamente el calor. Segundos después me di cuenta de que la brisa la había generado la toalla cayendo al piso.

—No abras los ojos. Concéntrate sólo en disfrutar.

Se alejó un momento y volvió a mi cuerpo con caricias. Como si tuviera un mapa de mis sensaciones recorrió cada fragmento de mi piel. Yo sólo era un ente dispuesto al placer: me estremecía, estiraba las piernas y arqueaba la espalda. Las manos, en ese momento más frías —o al menos así las sentía— recorrían mi cuello, mi espalda, las piernas y la línea de mi cola, donde supo estar la toalla.

Tuve temor de lo que pudiera pasar, pero no quería que se detuviera, estaba disfrutando mucho. Estremecida levanté mi pelvis y al apoyarla nuevamente en la camilla su mano encontró mi sexo. Ya no había vuelta atrás. Podía sentir sus dedos rozándome y mi humedad lubricándolos. Descubrió cada lugar de mi entrepierna con el mismo nivel de detalle que anteriormente tuvo con mi cuerpo. Mis manos se abrían y se cerraban guardándose la diminuta sábana que cubría la camilla. Cuando sus dedos comenzaron a acariciarme por dentro mordí con fuerza la tela. Mi cuerpo respondía como un eco, obediente a sus exploraciones.

Después de que empezó a sonar la música sus manos se alejaron de mí por un segundo que fue una eternidad. Luego, con la facilidad con que se moldea la arcilla húmeda, arrastró mi cuerpo hacia el suyo y separó mis piernas. Apoyó una mano en mi espalda y acercó su cuerpo al mío. Con un permiso que dio mi cuerpo pero no mis ojos, él entró en mí. Me guió en un baile muy rítmico que tuvo el vaivén de las olas y la intensidad de la tormenta. Junto a mi respiración agitada se escaparon algunos gritos ahogados que supieron esquivar la tela e integrarse al aire del consultorio.

Cuando el quejido de mi placer se hizo más audible que la música y mi mundo estrellado se pintaba de colores, todo se detuvo. Mientras con su mano aún sostenía mi pierna sentí unas gotas frías cayendo en mi espalda. Decepcionada abrí los ojos y la confusión me sacó del trance inmediatamente: Ramiro, con su delantal blanco, estaba parado junto al equipo de música observando todo. Giré mi cabeza y me incorporé en la camilla asustada. Quién estaba detrás mío era Agustín, mi novio. Su rostro estaba fruncido y lleno de lágrimas. De un salto me levanté y fui al cambiador gritando con bronca:

—¡Hijos de puta!

Mientras me vestía escuchaba su diálogo entre murmullos:

—Boludo, ahora se enojó conmigo y yo no hice nada.

—¿Pero viste? —los sollozos entrecortaban las palabras

— ¡Yo tenía razón! ¡Si vos seguías la tenías! ¡Es una turra!

Ya vestida, me acerqué hacia ellos, que estaban contra la pared. Me agaché, apoyé cada mano en una de sus piernas y fui subiendo lentamente. Recorrí la cintura de ambos y luego crucé los brazos haciendo que mis manos acaricien sus erecciones. Volví a cruzarlas deteniéndome en su zona erógena a punto de explotar. La caricia bajaba y y subía. Cuando en cada mano sentí el peso del escroto apreté con fuerza clavando además mis uñas. Quedaron agachados, tocándose y balbuceando. Apagué sus quejidos y la música melosa al cerrar tras de mí la puerta del consultorio.

WALTER PASCUAL

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T.I.T. fotos






PATRIK 1977


(1946/1989)

LA MUJER DEL ESPEJO

Me contaron que Olimpio, hombre de placeres controlados, colocaba a las mujeres en un altar, idealizándolas y que alguna que otra vez frecuentaba a ciertas putas de quienes era cliente favorito porque en diez minutos resolvía el servicio, pagaba y se iba. Las mujeres eran, para él, de dos clases: las buenas y las malas. De las malas se servía, y tenía una novia de las buenas, Florinda, con la que estaba por casarse desde hacía veinte años. Decía de ella que sería la madre de sus hijos, que se merecía una estatua, un altar, y le llenaba los brazos de rosas blancas porque - decía él - ella era toda pureza. Mientras tanto, ella se preguntaba cómo haría para tener hijos con un novio que siempre postergaba la boda. Mujer fogosa, decidió tener amigos por su lado, pero un extraño modo de amor, la llevaba a mantener esa relación que se eternizaba para desesperación de las familias de ambos. Florinda necesitaba imaginar a Olimpio apasionado, volcánico e incontenible, y hasta lo soñaba de ese modo cuando se veía con alguno de sus amantes.

Lo observaba luego deseando encontrar en él ese desconocido que le quitaba el sueño. Ese fin de semana él festejaría su cumpleaños en la casa de ella, y ambas familias se pusieron de acuerdo para abandonar la fiesta temprano con cualquier excusa, con el fin de dejar solos a los novios. Y me contaron que Florinda le dijo a él que quería hacerle un regalo especial. Sin darle tiempo a pensar, se apresuró a desvestirlo, y comenzó besándolo en los labios y las orejas, en el cuello y los hombros, mientras lo acariciaba subiendo y bajando por él, lo desnudó totalmente para continuar luego descendiendo hasta llegar al sitio que a ella le interesaba. El no pudo resistirse y se entregó, y ella supo hacer bien su trabajo. Miraba Olimpio desde arriba cómo a ella la boca se le estiraba y deformaba. Se sorprendió adorando esa boca que no veía sino por fugaces instantes en que los cabellos enrulados se movían obedeciendo al trabajo prolijo de la cabeza. Se mezclaban los pelos café de ella con las negras y apretadas motas, breves y electrizadas de él, que de pronto lamentó que el espejo estuviera demasiado lejos. Supo Florinda producir un complemento de delicados pellizcos suaves, con caricias de las yemas de los dedos separando pliegues. Sus manos buscaban insaciables recorriendo con la punta del dedo índice una línea sabiamente estudiada, mientras él aprendía que estaba siendo sometido a un proceso que no debía apresurar, cayendo en el éxtasis de la pasión nunca antes sentida. Por debajo, siguieron el camino los dedos hacia atrás y volvieron repetidas veces, mientras los labios de ella recuperaban su forma normal y volvían a estirarse y deformarse. Un fluir de delicadas aguas untuosas acompañaron al recorrido que seguía su lengua que él vió aparecer y desaparecer entre los rulos café como un coranzoncito rosado que saltaba aquí y allá. Se sintió arquear, los brazos estirados hasta alcanzar el respaldo de un sillón que estaba a sus espaldas, la cabeza como queriendo apoyarse en el respaldo, el cuello desmesuradamente abierto y receptivo, las orejas esperando también, el torso curvado hacia atrás, las axilas desplegadas y hondas, las venas de los brazos más activas cada vez, los pies apoyados con fuerza, los talones firmes, los dedos clavados en la alfombra, las rodillas flexionadas haciendo entre ellas el espacio suficiente para permitir los trabajos que se multiplicaban. Decidió que había que llegar hasta el espejo.

Como un todo único, el conjunto se fue desplazando sin interrumpir la tarea, el sillón, él mismo y ella, caminando como un animal grotesco hasta verse él reflejado de perfil, la cabeza ladeada, la mandíbula colgante y el aire entrando y saliendo como en un gemido, y pudo verla a ella sonriendo y entrecerrando los ojos, como si disfrutara con el placer de él.

La mujer del espejo era una desconocida. ¿Quién era ella? ¿Cómo puede una mujer proporcionar semejante placer? Por fin él, apoyados los brazos hacia atrás en el respaldo del sillón, sintió que la luz entraba por su piel, en su torso convexo, en el cuello, en las piernas.

El trabajo de los dedos se hizo más rápido acompañando el ejercicio de la boca deformada. Se multiplicó en preciosas maniobras, mientras el torso de él se arqueaba aún más convexo, con tensión hacia atrás, las rodillas se adelantaban todavía más haciendo entre ellas el espacio necesario, y las sienes de Olimpio se aceleraron hasta que la luz se fue volviendo rosada y luego roja, como astillas de fuego, como mil ángeles entrando de pronto a alterar toda su sangre, y en un brusco movimiento de sobresalto, de incorporación cóncava, sus manos se desprendieron del respaldo del sillón, se apoderaron de los rulos café, la boca de ella se apartó rápidamente, se recuperó su forma, y fueron los dedos de ella quienes completaron la recepción del fluir incontenible y espasmódico, llevándolo en baño más untuoso que el anterior, mientras él se contraía, y se dejaba caer de rodillas sobre la alfombra, doblado sobre su vientre, dejando que el aire y la luz se fueran apaciguando, en latidos cada vez más suaves, más espaciados, hasta llegar, en un desmayo, al delicado declive del sueño.Y durmió él como nunca lo había hecho. Cuando despertó, vio a su lado sobre la alfombra, durmiendo desnuda, a la desconocida del espejo. Presa de terribles elucubraciones, se preguntó a qué especie pertenecía alguien que era capaz de proporcionar semejantes goces. La observó mientras ella dormía serena, y recordó sus manos subiendo y bajando por él, y recordó la boca de ella y los rulos café reflejados en el espejo, y Olimpio volvió a encenderse, se encendió incontenible, su respiración marcó el ritmo del deseo impostergable, y ya no pensó en otra cosa que tener a esa mujer para siempre, no fuera cosa que alguien le soplara la dama.
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"IRIDE"

Olga Alonso

Es un honor comentar que esta escritora tiene 76 años al momento de escribir este cuento.
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Grudworth, 1930

ASIGNATURA PENDIENTE


¡Por fin ha llegado el día de mis vacaciones! Dentro de unos minutos estaré camino al aeropuerto y no es sólo por el cansancio que estoy tan ansiosa. Recuerdo la charla que tuvimos con Pablo y por la cual ahora los nervios se apoderan de mí.Hace una semana, mientras cenábamos, lo notaba raro. Hace diez años que estamos juntos, lo conozco. —Estás muy callado, podemos hablar de lo que sea, amor.—Mati, no puedo viajar contigo la semana que viene, lo haré luego. Marcos no puede hacerse cargo de la empresa durante esos días—contestó mirándome.—Te espero y viajamos juntos —dije con algo de lástima.—No, al contrario, quiero que disfrutes. Haz compras, toma sol, pasea y descansa. Una semana pasa rápido, amor. —¿Te parece? Lo pensaré —contesté. Anoche cuando hicimos el amor usé todos mis sentidos para concentrarme, para que sintiese que lo amo más que a nada. Me dediqué a él totalmente, hasta que me llegó mi turno y es como si lo estuviera viviendo ahora. Me parece sentirlo aún dentro de mí, su miembro que tanto placer me brinda, sus caricias, sus ansias de contener mis movimientos hasta llegar al orgasmo juntos. Eso es lo que siempre adoré de él, no es egoísta: me colma de placer, hace sentir una explosión ardiente dentro de mi cabeza; luego piensa en él. Pero en esta semana mi cabeza ha volado hacia una fantasía que siempre tuve y que no había podido cumplir.Ahora mientras viajo pienso si no le seré infiel, pero la respuesta es: “Matilde, es sólo una fantasía, una asignatura pendiente.”Llego a un hotel donde no tenía reserva, pago en efectivo y pido que me suban el equipaje. Llevo poca ropa, la necesaria y mis efectos personales. La suite es enorme, hermosa, con espejos por todos lados. Me veo todo el tiempo, es como si no estuviera sola. Busco la guía telefónica local, encuentro y contrato un servicio para dentro de dos horas. Continúo observando todo el lugar sentada en un enorme sillón y decido cambiarlo de posición. Lo muevo y ahí sí me conforma la ubicación. Aviso a Pablo desde el celular que llegué para que no se preocupe. Tengo que asearme, la hora pasa muy rápido. Abro el agua de la bañera mientras me desnudo y acerco todo lo que voy a utilizar.El baño de inmersión me ha dejado como nueva. Unto mi cuerpo con crema, como siempre, y me miro al espejo: me conservo bien para los treinta años que tengo. Mi vientre está plano, los senos erguidos, la cola perfecta, los brazos y las piernas duros. ¡Bueno, tanto gimnasio y cuidados tiene que dar sus resultados, por lo menos me gusta lo que veo! Río sola, pero la estética me interesa y más a mis treinta años cuando todo empieza a decaer. Me perfumo, y busco una bata corta de seda blanca; suelto mi cabello castaño que está algo desordenado, lo acomodo con los dedos y estoy lista. Camino descalza por la moquette y los nervios empiezan nuevamente, pero no por mucho tiempo, alguien golpea la puerta.Abro y me encuentro con lo que solicité: dos esculturales mujeres. Una rubia, la otra morocha: sus caras y sus cuerpos son espectaculares. Le había descripto a quien me atendió qué era lo que pretendía, así que me senté en el sillón y ¡que comenzara el show! Sí, mi fantasía siempre fue dos mujeres teniendo sexo, por más que me excitaba verlo en películas: lo quería presenciar.La rubia dijo llamarse Zoé; la morocha, Sasha. Me miraron pidiendo mi aprobación para empezar y asentí. Sasha recorre las facciones de Zoé, sus labios comienzan a besarla hasta llegar a la boca. Sus lenguas se entrelazan y las manos de Sasha descienden. Despacio le baja los finos breteles del vestido negro que lleva, el cual cae lentamente hasta su cintura. Se aleja, la mira con deseo y los rosados pezones de Zoé se endurecen. Los pellizca suavemente para luego lamerlos. Hace que el vestido quede a sus pies y desciende besándole el abdomen, incluyendo la diminuta tanga, las piernas y se deshace del vestido. La toma de la mano para guiarla hacia la cama. La besa desde los pies hacia arriba hasta enganchar la última prenda y librarse de ella. Abre sus piernas, la acaricia suavemente, se lleva los dedos a la boca y la penetra con ellos; entretanto su lengua juega con sus senos. De a ratos me miran. Zoé gime y Sasha no duda en darle más. Se pone de pie, se quita el top que lleva dejando al descubierto sus exuberantes senos. Baja el cierre de su pollera y junto a ella su ropa interior. Desnuda la mira y Zoé excitada al verla, como yo, se masturba para ella.Cuando veo sus cuerpos entrelazados en la cama y en los espejos me doy cuenta que he abierto mi bata, que siento la humedad entre mis piernas y no sé si no me he tocado: estoy poseída.Ambas están entregadas a satisfacer sus instintos con sus lenguas en sus sexos, chupando, lamiendo y succionando sus centros de placer. Los jadeos se mezclan, como sus manos en sus cuerpos sedientos. Con sus clítoris totalmente inyectados en sangre, llegan al orgasmo refregando sus genitales. Mutuamente mueven sus dedos muy rápido por sus vaginas hasta caer exhaustas, luego de experimentar como un volcán de placer. ¡Qué espectáculo visual y sexual, pero no lo quiero ver más. Ya se están vistiendo: la hora pasó. Acomodo mi bata, les abono lo convenido y le pido a Zoé que espere afuera. —Sasha, ¿cuánto es tu tarifa por pasar la noche conmigo? —me encontré preguntando algo antes impensado: pero la excitación pudo más.Se asoma, despide a Zoé y cuando gira ya la espero con la bata tirada sobre el sillón. Avanzo hacia ella y necesito sentir la humedad de su sexo, introduzco mis dedos entre su ropa, los saboreo y ella busca compartir sus fluidos con mi lengua...

"LADYSHUGAR"
Silvia Mardony

Robert Mapplethorpe
(1946/1989)

PARA DECIRLO DE ALGUNA MANERA

Removemos arenas por el fondo
Un pez escapa un pez cimbreante y fúlgido
Y huidizo se escapa pero aletea próximo
Rozando un alga de oro.
El agua envuelve pesa ahoga enardece
O sepulta.
Una ola levanta oscuramente
Su delgada carrera fulgurante.
De pronto se retira. Algo se ahoga
Algo va centellea fuga se hunde
Reaparece. Un látigo de sombra
Pega pasa retorna pega aún
Se enrosca al cuello al pecho a la cintura
Suena lánguido y limpio y acaricia. Pasa y pega.
Pega y sombrea lento
Y un sordo sol amargo rueda al fondo.
Entre cosas oscuras entre líquenes
Entre formas babosas y vibrantes
Un golpe y un susurro un golpe y un susurro
Que se apaga se borra. Un golpe y un susurro.
Una luna blandísima sube chorreando sombra
Sube blanda se muere
Y una nube caliente se derrumba en lo oscuro.
Una brasa liviana se debate en el agua
Lanza una pobre llama un dardo vacilante
Una lengua triunfal
Un tronco espléndido.
Una nube de cieno fosforece.
Y toda el agua roja
Alienta muge lanza una vena violenta
Un rayo de oro
Y el mar entero silencioso espera
Se repliega y espera
Estalla suavemente.

©Idea Vilariño





EL ÚLTIMO CLIENTE DE LA NOCHE

La carretera atravesaba la Auvernia y el Cantal. Habíamos salido de Saint-Tropez por la tarde, y condujimos hasta entrada la noche. No recuerdo exactamente qué año era, fue en pleno verano. Lo conocía desde principios de año. Lo había encontrado en un baile al que había ido sola. Es otra historia. Quiso parar antes del amanecer en Aurillac. El telegrama había llegado con retraso, había sido enviado a París, y luego reenviado de París a Saint-Tropez. El entierro debía tener lugar al día siguiente, a última hora de la tarde. Hicimos el amor en el hotel «Aurillac», y luego volvimos a hacerlo. Por la mañana lo hicimos de nuevo. Creo que fue allí, durante este viaje, cuando el deseo se esclareció en mi cabeza. Por él. Creo. Pero, estoy menos segura. Pero por él, sin duda, sí, desde el momento que se unía a mí en este deseo. Pero él, como otro, como el último cliente de la noche. Apenas dormimos, y reemprendimos el viaje muy pronto. Era una carretera muy bonita y terrible, interminable, con curvas cada cien metros. Sí, fue durante este viaje. Esto nunca se ha vuelto a repetir en mi vida. El lugar ya estaba allí. Sobre el cuerpo. En estas habitaciones de hotel. Sobre las orillas arenosas del río. El lugar era oscuro. Estaba también en los castillos, en sus muros. En la crueldad de las cacerías. De los hombres. En el miedo. En los bosques. En el desierto de las alamedas. De los estanques. Del cielo. Tomamos una habitación al borde del río. Volvimos a hacer el amor. No podíamos hablarnos más. Bebíamos. En la sangre fría, golpeaba. El rostro. Y ciertos lugares del cuerpo. No podíamos acercarnos ya el uno al otro sin tener miedo, sin temblar. Me llevó hasta lo alto del parque, a la entrada del castillo. Estaban los de Pompas Fúnebres, los guardianes del castillo, el ama de mi madre y mi hermano mayor. A mi madre no la habían metido todavía en el ataúd. Todo el mundo me esperaba. Mi madre. Besé la frente helada. Mi hermano lloraba. En la iglesia de Onzain éramos tres, los guardianes se habían quedado en el castillo. Yo pensaba en este hombre que me esperaba en el hotel al borde del río. No me daban pena, ni la mujer muerta ni el hombre que lloraba, su hijo. Nunca más he tenido. Después vino la cita con el notario. Consentí a las disposiciones testamentarias de mi madre, me desheredé.

Él me esperaba en el parque. Dormimos en este hotel al borde del Loira. Después, nos quedamos varios días junto al río, dando vueltas por allí. Permanecimos en la habitación hasta entrada la tarde. Bebíamos. Salíamos para beber. Volvíamos a la habitación. Luego, volvíamos a salir por la noche. Buscábamos cafés abiertos. Era la locura. No podíamos marcharnos del bar, de este lugar. De lo que buscábamos, no se hablaba. A veces, teníamos miedo. Sentíamos una profunda pena. Llorábamos. La palabra no se pronunciaba. Lamentábamos no amarnos. Ya no sabíamos nada. Existía sólo lo que se decía. Sabíamos que esto no volvería a ocurrir en nuestra vida, pero de esto no se decía nada, ni que éramos los mismos frente a esta disposición de nuestro deseo. Esto siguió siendo la locura durante todo el invierno. Después, fue menos grave, una historia de amor. Posteriormente aún escribí Moderato Cantabile.

MARGERITE DURAS

natura

LUIS PEDRON

ALEJANDRINA

El péndulo expandía su sonido metálico. Atravesaba todas las puertas de los tres pisos en el antiguo edificio.

A las doce de la noche en punto Alejandrina abrió sus ojos como los de un pez. Guiados por el último rayo de luz de la vela que dejaba entrever al derretirse en el plato de losa. Dilató su nariz un leve aroma a pan horneado; en la mesita, el vaso de agua contenía burbujas más grandes que la noche anterior. Sin esfuerzo, entornó los postigos. No hicieron ruido las puertas-ventana ni sintieron dolor sus manos delgadas. Su desnudez arrastraba dos sábanas que apenas la cubrían. Demasiado tosco, el lino. Las mejores se habían perdido en un incendio. Recordó enseñanzas de su padre y el nudo marinero estuvo listo.Se mojó las plantas de los pies. El parque umbrío iluminándose con la luna arriba; abajo, con la piel desnuda de Alejandrina que caminaba en círculos. Se acercaba a los arbustos para arrancar alguna flor y llevársela a la boca. Al fin, encontró un claro, tres robles añosos y los abrazó, agradecida. De un bolsito de arpillera que había preparado, sacó diez hojas enormes. Las puso sobre el pasto escaso; su pequeño cuerpo tendido comenzó a temblar. Creyó escuchar risas contenidas. No entendía aunque lo intentara. Una dulce laxitud crecía en intensidad.

Allí, en el follaje, tres muchachos semidesnudos se deslizaron, ágiles. No se sorprendieron su ojillos rasgados. En cuclillas, murmuraban.Faon – así se llamaba uno de ellos – levantó la mano derecha. Ráfagasde pétalos la cubrieron por completo. Ashe extrajo de un morral su flauta de siete orificios. Notas graves comenzaron a oírse. Mientras Tau – a sus pies – se sentaba. Con una pluma de cisne los rozaba suave, pausadamente y si llegaba a los muslos un temblor, un suspiro la turbaba. Podía distinguir hilos azules llevando su sangre de un lado al otro. Los tres se miraron. Se creería que el juego comenzado les era desconocido. Al suspirar por tercera vez, más intensa, provocó un gesto de protección – quizá – de palmas abiertas, cubriéndose: ella, sobre un lado, dejaba al descubierto un pecho y el comienzo de los glúteos. Primero se movió Tau: descruzó las piernas y, levantando las de Alejandrina, las apoyó sobre las suyas. La respiración de ambos se aceleraba mucho. Detrás de los árboles, dos rostros húmedos de rocío asomaban.

Enseguida, el cuerpo de la joven se tensó. Más largo y grave, un quejido con aliento a frutillas provocó otro remolino. Hojas moradas, verdes y amarillas les brindaron el crujiente edredón.-Faon, Ashe – cuchicheó Tau.

Ellos movieron la cabeza arriba abajo. Entonces, sostuvo las piernas de ella y caminó sobre sus manos hasta tenderse a su lado. Mirando la nuca de la joven, volvió a escucharse la flauta de Ashe. Un ademán de Faon despejó de restos vegetales su tez rojiza.

Salvo las manos, fue apoyándose con suavidad, desde los empeines, hasta que recostó la mejilla en un hombro pecoso y redondeado. El aire fresco no pudo haber dispersado la precisión de lo que iba diciéndoles su respiración entrecortada. Ni tampoco hacer que ella imaginara las orejas y pupilas enormes en el rostro triangular del muchacho. Reconoció el mismo aroma tabacal y sonrió. Sin necesidad de ver, estiró sus brazos y cuatro manos se entrelazaron en la cintura de Tau.

Rápido, su rodilla le abrió las piernas sin dificultad. Alejandrina comenzaba a moverse atrás adelante presionando, cada vez más, esa pierna entre las suyas y los brazos alrededor de Tau al punto de inmovilizarlo. Aunque pudo besarla, en su cuello fragante, de todas las maneras posibles y quejarse de ese dolor placentero: tanto había estado esperando lo hiciera sufrir así.

"Kreuza"
Cristina Carrizo

EL PLATO DE LECHE



Crecí muy solo, y desde que tengo memoria sentí angustia frente a todo lo sexual. Tenía cerca de 16 años cuando en la playa de X encontré una joven de mi edad, Simona. Nuestras relaciones se precipitaron porque nuestras familias guardaban un parentesco lejano. Tres días después de habernos conocido, Simona y yo nos encontramos solos en su quinta. Vestía un delantal negro con cuello blanco almidonado. Comencé a advertir que compartía conmigo la ansiedad que me producía verla, ansiedad mucho mayor ese día porque intuía que se encontraba completamente desnuda bajo su delantal.
Llevaba medias de seda negra que le subían por encima de las rodillas; pero aún no había podido verle el culo (este nombre que Simona y yo empleamos siempre, es para mí el más hermoso de los nombres del sexo). Tenía la impresión de que si apartaba ligeramente su delantal por atrás, vería sus partes impúdicas sin ningún reparo.
En el rincón de un corredor había un plato con leche para el gato: “Los platos están hechos para sentarse”, me dijo Simona. “¿Apuestas a que me siento en el plato?” –“Apuesto a que no te atreves”, le respondí, casi sin aliento. Hacia muchísimo calor. Simona colocó el plato sobre un pequeño banco, se instaló delante de mí y, sin separar sus ojos de los míos, se sentó sobre él sin que yo pudiera ver cómo empapaba sus nalgas ardientes en la leche fresca. Me quedé delante de ella, inmóvil; la sangre subía a mi cabeza, y mientras ella fijaba la vista en mi verga que erecta, distendía mis pantalones, yo temblaba.
Me acosté a sus pies sin que ella se moviese y por primera vez vi su carne “rosa y negra” que se refrescaba en la leche blanca. Permanecimos largo tiempo sin movernos, tan conmovidos el uno como el otro. De repente se levantó y vi escurrir la leche a lo largo de sus piernas, sobre las medias. Se enjugó con un pañuelo, pausadamente, dejando alzado el pie, apoyado en el banco, por encima de mi cabeza y yo me froté vigorosamente la verga sobre la ropa, agitándome amorosamente por el suelo. El orgasmo nos llegó casi en el mismo instante sin que nos hubiésemos tocado; pero cuando su madre regresó, aproveché, mientras yo permanecía sentado y ella se echaba tiernamente en sus brazos, para levantarle por atrás el delantal sin que nadie lo notase y poner mi mano en su culo, entre sus dos ardientes muslos.
Regresé corriendo a mi casa, ávido de masturbarme de nuevo; y al día siguiente, por la noche, estaba tan ojeroso que Simona, después de haberme contemplado largo rato, escondió la cabeza en mi espalda y me dijo seriamente: “no quiero que te masturbes sin mí”. Así empezaron entre la jovencita y yo relaciones tan cercanas y tan obligatorias que nos era casi imposible pasar una semana sin vernos. Y sin embargo, apenas hablábamos de ello. Comprendo que ella experimente los mismos sentimientos que yo cuando nos vemos, pero me es difícil describirlos.

Georges Bataille

El tren a Burdeos

Una vez tuve dieciséis años. A esa edad todavía tenía aspecto de niña. Era al volver de Saigón, después del amante chino, en un tren nocturno, el tren de Burdeos, hacia 1930. Yo estaba allí con mi familia, mis dos hermanos y mi madre. Creo que había dos o tres personas más en el vagón de tercera clase con ocho asientos, y también había un hombre joven enfrente mío que me miraba. Debía de tener treinta años. Debía de ser verano. Yo siempre llevaba estos vestidos claros de las colonias y los pies desnudos en unas sandalias. No tenía sueño. Este hombre me hacía preguntas sobre mi familia, y yo le contaba cómo se vivía en las colonias, las lluvias, el calor, las verandas, la diferencia con Francia, las caminatas por los bosques, y el bachillerato que iba a pasar aquel año, cosas así, de conversación habitual en un tren, cuando uno desembucha toda su historia y la de su familia. Y luego, de golpe, nos dimos cuenta de que todo el mundo dormía. Mi madre y mis hermanos se habían dormido muy deprisa tras salir de Burdeos. Yo hablaba bajo para no despertarlos. Si me hubieran oído contar las historias de la familia, me habrían prohibido hacerlo con gritos, amenazas y chillidos. Hablar así bajo, con el hombre a solas, había adormecido a los otros tres o cuatro pasajeros del vagón. Con lo cual este hombre y yo éramos los únicos que quedábamos despiertos, y de ese modo empezó todo en el mismo momento, exacta y brutalmente de una sola mirada. En aquella época, no se decía nada de estas cosas, sobre todo en tales circunstancias. De repente, no pudimos hablarnos más. No pudimos, tampoco, mirarnos más, nos quedamos sin fuerzas, fulminados. Soy yo la que dije que debíamos dormir para no estar demasiado cansados a la mañana siguiente, al llegar a París. Él estaba junto a la puerta, apagó la luz. Entre él y yo había un asiento vacío. Me estiré sobre la banqueta, doblé las piernas y cerré los ojos. Oí que abrían la puerta, salió y volvió con una manta de tren que extendió encima mío. Abrí los ojos para sonreírle y darle las gracias. Él dijo: "Por la noche, en los trenes, apagan la calefacción y de madrugada hace frío". Me quedé dormida. Me desperté por su mano dulce y cálida sobre mis piernas, las estiraba muy lentamente y trataba de subir hacia mi cuerpo. Abrí los ojos apenas. Vi que miraba a la gente del vagón, que la vigilaba, que tenía miedo. En un movimiento muy lento, avancé mi cuerpo hacia él. Puse mis pies contra él. Se los di. Él los cogió. Con los ojos cerrados seguía todos sus movimientos. Al principio eran lentos, luego empezaron a ser cada vez más retardados, contenidos hasta el final, el abandono al goce, tan difícil de soportar como si hubiera gritado.
Hubo un largo momento en que no ocurrió nada, salvo el ruido del tren. Se puso a ir más deprisa y el ruido se hizo ensordecedor. Luego, de nuevo, resultó soportable. Su mano llegó sobre mí. Era salvaje, estaba todavía caliente, tenía miedo. La guardé en la mía. Luego la solté, y la dejé hacer.

El ruido del tren volvió. La mano se retiró, se quedó lejos de mí durante un largo rato, ya no me acuerdo, debí caer dormida.

Volvió.

Acaricia el cuerpo entero y luego acaricia los senos, el vientre, las caderas, en una especie de humor, de dulzura a veces exasperada por el deseo que vuelve. Se detiene a saltos. Está sobre el sexo, temblorosa, dispuesta a morder, ardiente de nuevo. Y luego se va. Razona, sienta la cabeza, se pone amable para decir adiós a la niña. Alrededor de la mano, el ruido del tren. Alrededor del tren, la noche. El silencio de los pasillos en el ruido del tren. Las paradas que despiertan. Bajó durante la noche. En París, cuando abrí los ojos, su asiento estaba vacío.

MARGERITE DURAS


Gracias a Carlos Orlando Pardo Viña